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: ̗̀➛𝟭𝟭𝟮 𝗗. 𝗖. 𝗞𝗶𝗻𝗴'𝘀 𝗟𝗮𝗻𝗱𝗶𝗻𝗴↴
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──★ CERYSE ESTABA SENTADA EN SU CAMA, inmóvil, perdida en el entramado de pensamientos que flotaban en su mente como una neblina densa. Había pasado ya horas desde que se había retirado a sus aposentos, evitando deliberadamente el funeral de la reina Aemma y del pequeño príncipe que nunca llegó a ver la luz del día. La Fortaleza Roja estaba envuelta en una atmósfera de pesadumbre, como un eco sordo de la tragedia reciente, pero Ceryse sentía una desconexión profunda con el dolor que embargaba a todos. Su hermana Alicent, junto con su padre, Otto Hightower, estaban presentes en el velorio, cumpliendo con los deberes que correspondían a su posición, pero ella había decidido no asistir.
Ceryse había ofrecido su pésame a Rhaenyra, que parecía tan distante, tan rota en su pena que ni siquiera había logrado articular una respuesta. El rey Viserys, por su parte, tenía el rostro marcado por el luto, una sombra constante que lo seguía, pero también había sido incapaz de consolarse. Ceryse había cumplido con su deber, pronunciado las palabras correctas, pero no sentía el dolor que quizá debería haber sentido. La reina Aemma, pese a ser familia lejana por parte de los Arryn, no significaba mucho para ella. Nunca había conocido realmente a la mujer, y más allá del vínculo familiar, no había lazos afectivos que la ataran.
Los pensamientos de Ceryse eran volátiles, una mezcla de reflexiones, resentimientos y deseos de evasión. Se sentía atrapada, asfixiada por las expectativas, por el deber, por la atmósfera de muerte que impregnaba cada rincón de la Fortaleza. Además, un luto distinto la envolvía: su hermano Gwayne, el único en quien confiaba por completo, ya había sido trasladado a Oldtown tras la herida que había sufrido durante el torneo. Apenas había tenido tiempo de despedirse de él, y esa despedida apresurada pesaba más de lo que quería admitir.
Miró a su alrededor. Los aposentos, decorados con las insignias de los Hightower, le parecían repentinamente opresivos. Las suaves sábanas, las cortinas de terciopelo, los adornos de marfil y plata, todos símbolos de poder y riqueza, le parecían ahora fútiles, meros adornos en un escenario donde la muerte siempre estaba al acecho. Después de más de dos horas sumida en sus pensamientos, finalmente se decidió a moverse. Había pasado demasiado tiempo sola, inmersa en una quietud que no hacía más que intensificar su incomodidad.
Se levantó de la cama con una determinación renovada, aunque frágil, y se envolvió en un manto liviano antes de salir de sus aposentos. Caminó por los pasillos, que parecían más sombríos de lo habitual. Los ecos de las conversaciones apagadas y los pasos silenciosos de los sirvientes solo acentuaban la sensación de que algo en el castillo había cambiado irrevocablemente.
Se dirigió hacia el patio, buscando el alivio del aire fresco. Quizá un paseo o una conversación casual con alguna criada le permitirían despejar su mente, distraerse de la opresión emocional que sentía. Caminaba absorta en sus pensamientos cuando, de repente, chocó con alguien. El impacto la hizo detenerse de golpe y parpadear, sorprendida.