Un Encuentro Amargo

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La biblioteca se había convertido en mi refugio. Las estanterías, repletas de libros de todos los tamaños y colores, me ofrecían una escapatoria de la monotonía y la soledad que me envolvía día tras día. Sumergirme en las páginas de relatos de reinos lejanos, héroes valientes y tierras mágicas me permitía alejarme, aunque solo fuera por unas horas, de la realidad que me asfixiaba.

Ese día, como cualquier otro, estaba sentada en uno de los cómodos sillones de la biblioteca, con un libro en las manos. Sin embargo, mi concentración fue interrumpida cuando un guardia se acercó a mí con un rostro serio pero algo emocionado.

—Mi señora, tiene dos visitas —anunció.

Sorprendida, cerré el libro y lo dejé sobre la mesa.

—¿Quiénes son? —pregunté, curiosa. No esperaba a nadie.

—Su hermano Frederick y su hermana Eveline.

Mi corazón dio un vuelco. No podía creerlo. ¿Frederick y Eveline? ¡Mis hermanos estaban aquí! Salté del sillón, con una sonrisa que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Mientras caminaba hacia la entrada de la biblioteca, sentí cómo la emoción crecía dentro de mí.

Al verlos, corrí hacia ellos, sin pensarlo, y los abracé fuertemente.

—¡Frederick! ¡Eveline! —exclamé, mientras sentía los brazos de mi hermano envolviéndome y el suave toque de Eveline a mi lado—. No puedo creer que estén aquí.

—Artemisa... —murmuró Eveline, con lágrimas en los ojos.

Todo era perfecto por un breve momento. Los había extrañado tanto, y verlos aquí me hacía sentir como si por fin tuviera una pequeña parte de mi hogar conmigo.

Pero la paz duró poco.

Sentí una presencia pesada detrás de mí, una sombra que se cernía sobre el reencuentro. Me giré y Sylus estaba de pie, observando la escena con sus penetrantes ojos rojos, siempre fríos, siempre calculadores. Frederick, en un impulso instantáneo, desenvainó su espada.

—¡Frederick, qué haces! ¡Guarda tu espada! —grité, con pánico en la voz.

Pero mi hermano no escuchaba, sus ojos estaban clavados en Sylus con una furia que no había visto en mucho tiempo.

—Hemos venido por ti, Artemisa —dijo con voz firme, sin bajar la espada—. ¿Cómo es posible que hayas aceptado casarte con este monstruo? ¿Acaso no sabes todas las atrocidades que ha cometido?

Eveline, detrás de Frederick, temblaba, con las lágrimas corriendo por sus mejillas. Mis ojos pasaron de Frederick a Sylus, y vi cómo los ojos de mi esposo se oscurecían, aunque su rostro seguía inexpresivo. Estaba furioso, lo sabía, pero Sylus tenía ese control inhumano, esa frialdad que nunca lo abandonaba. No se movió ni un milímetro.

—Frederick, ¡basta! Te ordeno que bajes eso —intenté razonar, sujetando su brazo con fuerza.

—Artemisa, apártate. No quiero que salgas lastimada —dijo Frederick, empujándome con fuerza para que me apartara. Apenas pude mantenerme en pie mientras lo veía levantar la espada, dispuesto a atacar a Sylus.

¿Cómo era posible que Sylus siguiera tan tranquilo? No movía ni un músculo. Su control, su serenidad, me resultaban aterradores, pero más aterrador era lo que mi hermano estaba a punto de hacer.

—¡No! —grité, y en un impulso, me lancé entre ellos, poniendo mi cuerpo entre Frederick y Sylus. No iba a permitir que mi hermano cometiera un error que le costaría la vida, ni que Sylus lo matara en su propio imperio.

En un parpadeo, vi cómo la espada de Frederick se acercaba peligrosamente a mí. Levanté los brazos en un acto reflejo para protegerme, pero unas manos fuertes me jalaron hacia atrás justo antes de que la espada me alcanzara. A pesar de ello, el filo rozó mis brazos, cortándome lo suficiente como para sentir el calor de la sangre fluir.

—¡Artemisa! —La voz de Frederick temblaba, llena de terror por lo que acababa de hacer.

Cuando abrí los ojos, me encontré con la mirada intensa de Sylus. Me tenía sujeta de los brazos, habiéndome apartado en el último segundo para evitar que la herida fuera más grave. Su rostro seguía inexpresivo, pero sus ojos hablaban de una furia contenida. El castillo entero comenzó a temblar, los candelabros resonaban al moverse con el eco de su poder.

—Si no fueras el hermano de mi esposa —murmuró Sylus, con una calma que helaba los huesos—, te habría cortado en dos en este mismo instante.

—¡Frederick, Eveline, váyanse! —sollozé, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a correr por mis mejillas. Este encuentro debía haber sido hermoso, y en cambio, se había convertido en una pesadilla.

Frederick, abrumado por la culpa, guardó su espada, incapaz de mirarme a los ojos, mientras Eveline lo tomó del brazo y lo guió fuera del castillo, sin dejar de llorar.

El silencio que quedó tras su partida era insoportable.

Sylus, sin decir una palabra, me tomó en brazos. El contacto de sus manos me sorprendió, pero no protesté. Me llevó a mi habitación, donde el médico llegó poco después para atender mis heridas. Pero aunque la herida en mis brazos no era grave, no podía detener las lágrimas. En esta sociedad, las cicatrices eran símbolo de impureza, de haber perdido valor. Tenía miedo. Miedo de que Sylus ahora me viera como algo impuro, como una carga.

Sylus permaneció en silencio mientras el doctor limpiaba la sangre y vendaba mis brazos. Sentí sus ojos sobre mí, pero no podía encontrarme con su mirada. El dolor físico era poco en comparación con la vergüenza que sentía.

Cuando el médico terminó, Sylus se acercó a la puerta, deteniéndose un instante antes de hablar.

—Descansa —ordenó, su tono impasible, dejándome sola en mi habitación.

Me quedé en la cama, con el corazón roto. No solo por la herida en mis brazos, sino por lo que había sucedido entre mis hermanos y Sylus. Todo había salido mal, y lo peor de todo era que no sabía cómo arreglarlo. Las lágrimas siguieron cayendo hasta que, finalmente, el agotamiento me venció.

𝐂𝐎𝐋𝐃 𝐁𝐋𝐎𝐎𝐃𝐄𝐃 | ꜱʏʟᴜꜱDonde viven las historias. Descúbrelo ahora