El Aprendizaje Duro de la Vida en el Castillo

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La vida en el castillo de Santoru resultó ser más dura de lo que había imaginado. Como hija de nobles, no había tenido que hacer más que supervisar las tareas domésticas; nunca había estado en la posición de tener que realizarlas yo misma. Al principio, cada día se sentía como una batalla, una lucha constante entre mis deseos de hacer lo mejor y mi incapacidad para cumplir con las expectativas.

La jefa de personal, una mujer de carácter fuerte llamada Gilda, no escatimaba en reproches. Desde que llegué al castillo, su mirada crítica y su tono cortante se habían convertido en mi pan de cada día.

—¡Artemisa! —gritó un día mientras entraba al área de lavandería—. ¿Cuánto tiempo piensas tardar en lavar esa ropa? ¡La bandeja de la cocina ya está llena de platos sucios, y tú aquí, como si estuvieras disfrutando de un día en el campo!

Me apresuré a enjuagar la ropa, mis manos temblorosas luchando contra el agua fría. Intentaba recordar los consejos que había escuchado en mi infancia sobre la limpieza, pero en mi mente todo se volvía borroso bajo la presión de su mirada.

—Lo siento, Gilda. Estoy tratando de hacerlo lo mejor que puedo —respondí, mi voz apenas un susurro, incapaz de sostener su mirada.

—No se trata de hacerlo "lo mejor que puedes", sino de hacerlo rápido y bien. Si no te apuras, te quedarás sin trabajo, y en este castillo, no hay lugar para las débiles. ¿Lo entiendes?

Asentí, mordiéndome el labio para contener las lágrimas. Las horas se deslizaban lentamente mientras luchaba por seguir el ritmo. A medida que lavaba, el agua fría me calaba los huesos, y el sudor se mezclaba con el olor a jabón. Después de lo que parecieron horas, finalmente terminé con la ropa. Sin embargo, Gilda no dejó de vigilarme.

—Tómate un momento para respirar, pero no olvides que hay más trabajo por hacer. Sacude los adornos del gran salón, pero asegúrate de hacerlo rápido. Y no me hagas perder más tiempo, Artemisa.

La tarea de sacudir los adornos era interminable. Los candelabros de cristal brillaban bajo la luz, pero el polvo parecía haberse acumulado durante siglos. Intentaba ser rápida, pero mis manos temblaban, y cada movimiento era torpe. Por cada adorno que limpiaba, podía sentir los ojos de Gilda en mi espalda, mirándome como si esperara que cometiera un error.

—¡Artemisa! —me llamó, su voz resonando en el silencio del salón—. ¿Por qué tardas tanto? ¿Acaso estás disfrutando de la vista? ¿O piensas que esto es un paseo en la plaza?

Me detuve en seco, sintiendo el calor de la vergüenza subir por mi rostro.

—Lo siento, Gilda. Estoy tratando de hacerlo lo mejor que puedo.

—¡Basta de excusas! —dijo ella, acercándose a mí con una mirada feroz—. Necesito que aprendas a trabajar más rápido. La próxima vez que vea que tardas tanto, no dudaré en buscar a alguien más.

La amenaza de perder mi trabajo me hizo temblar. Intenté sacudir los adornos con más rapidez, pero cada golpe del trapo parecía más lento que el anterior. Aún recordaba la cálida comida que servían en la cocina, el sabor del pan recién horneado y el estofado sustancioso que alimentaba mis fuerzas. Esa comida era lo único que me mantenía en pie, un recordatorio de que este sufrimiento valía la pena.

Un día, mientras lavaba los platos en la cocina, noté que el resto del personal trabajaba de manera eficiente. Las cocineras reían y bromeaban, mientras que las sirvientas se movían con agilidad. Sentí que estaba atrapada en una red de torpeza.

—Artemisa, ven aquí —me llamó una de las cocineras, una mujer de cabello oscuro y trenzado llamada Mira—. ¿Por qué no usas una esponja más grande? Eso te ayudará a hacer el trabajo más rápido.

—No lo sé —respondí, sonrojándome—. Nunca he tenido que lavar platos antes.

—¿De verdad? —preguntó, mirando con incredulidad—. A veces, no entiendo cómo es que te han dejado llegar hasta aquí sin saber hacer estas cosas. Pero no te preocupes, te enseñaré. Vamos, mira.

Me mostró cómo usar la esponja y el jabón, y aunque seguía sintiendo que no podía seguir el ritmo, al menos tenía un pequeño destello de esperanza. Mientras trabajábamos, sentí una chispa de conexión.

—Todos empezamos en algún lugar, Artemisa —dijo Mira—. Solo necesitas práctica y confianza en ti misma. Lo estás haciendo bien.

Sus palabras me dieron un poco de aliento. Si ella podía ser amable, tal vez el castillo no era completamente un lugar hostil.

A medida que pasaban los días, aprendí a adaptarme a la vida en el castillo. La comida seguía siendo una bendición, y cada vez que lograba completar mis tareas, me sentía un poco más fuerte, más capaz de enfrentar la jornada.

Pero Gilda no se mostró complacida. Cada día me recordaba que debía mejorar o arriesgarme a ser despedida. La presión se convirtió en un constante recordatorio de que cada paso en falso podría significar mi salida del lugar que había llegado a considerar mi refugio.

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Las semanas pasaron, y aunque seguía siendo lenta en mis tareas, comencé a notar cambios en mí misma. Aprendí a encontrar un ritmo, a medida que mis manos se acostumbraban a las labores diarias. Comenzaba a identificarme con las otras trabajadoras, sintiendo un pequeño sentido de pertenencia.

Una tarde, mientras organizaba las provisiones en la despensa, Gilda se acercó a mí.

—Parece que estás mejorando un poco, Artemisa —dijo, su tono un tanto más suave—. Solo asegúrate de no bajar la guardia. Nadie es indispensable en este lugar.

—Gracias, Gilda. Haré todo lo posible para seguir mejorando —respondí, sintiendo un leve destello de esperanza.

Las palabras de Gilda me dieron un impulso, y aunque seguía sintiéndome fuera de lugar, sabía que cada día era una nueva oportunidad para demostrar mi valía. 

𝐂𝐎𝐋𝐃 𝐁𝐋𝐎𝐎𝐃𝐄𝐃 | ꜱʏʟᴜꜱDonde viven las historias. Descúbrelo ahora