Esta mañana, como cada mañana, me subí al autobús. Es casi un ritual a estas alturas, aunque cada vez es más frustrante. La situación de los autobuses es lamentable, penosa incluso. El techo estaba reventado y, para colmo, llovía dentro. El agua se había acumulado en el suelo, creando pequeños charcos por todo el pasillo. Y ahí estaba yo, esquivando las balsas de agua mientras el vehículo avanzaba como podía.
Lo peor, sin embargo, no era solo el estado deplorable del autobús. Era la gente. ¿Es que nadie sabe respetar el silencio en el primer autobús de la mañana? Joder, ojalá les dieran un sedante (o, mejor dicho, un puñetazo) para que aprendieran a respetar el descanso de los que solo queremos dormir un rato en paz. Parece que a algunos les cuesta entender que no todos compartimos su entusiasmo por hablar a gritos a esas horas.
Y luego, claro, está mi suerte de siempre: esas malditas suelas de goma que resbalan con todo. Entre el suelo mojado y mi torpeza innata, hubo más de una ocasión en que pensé que me rompería la cabeza. Pero aquí sigo, manteniéndome en pie, como puedo, entre el equilibrio y la torpeza. No sé si llamarlo suerte o resistencia, pero el caso es que no acabé en el suelo.
La lluvia, vista desde casa, tiene un aire de tranquilidad y belleza. Pero cuando estás afuera, en medio de todo, es otra historia. Se convierte en portadora de mal humor y frustración. Hoy ha sido uno de esos días lentos, grises, en los que cada gota de lluvia parece acompañada de una dosis extra de malestar. Lo que desde la ventana parece pacífico, en la calle se transforma en una amargura constante.
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La mente de un chico con TDAH
Short StoryBreves descripciones de mis pensamientos cotidianos, como influyen a mi día a día junto a las emociones que siento.