Desde el momento en que tuve mi primera Gameboy en las manos, descubrí un nuevo mundo. Un universo donde todo era posible, donde podía escapar de la realidad. Los videojuegos siempre han sido para mí una puerta a algo más grande, una manera de llevar mi mente más allá de lo cotidiano. Sin embargo, hay algo curioso en todo esto: a pesar de lo mucho que disfruto, soy terriblemente malo en casi todos los juegos a los que me enfrento. Pero lo que realmente me marcó no fue ser bueno o malo, sino la enorme cantidad de gente que conocí en ese camino.
Personas con las que jugué durante años, con las que charlé hasta altas horas de la noche, compartiendo victorias, derrotas y risas. Eran buenos momentos, lo admito. Pero ahora, al echar la vista atrás, me pregunto: ¿dónde estarán todas esas personas? Hoy pienso en ellos por un instante, pero ha pasado tanto tiempo desde la última vez que jugué o hablé con la mayoría de ellos. No siento apego por la gente. A veces puedo conocer a alguien durante años, pero cuando llega el momento de seguir adelante, lo hago con una indiferencia sorprendente, como si nunca hubiera existido nada entre nosotros.
Es extraño, pero aborrezco estar demasiado tiempo con las mismas personas. Siempre siento la necesidad de conocer gente nueva, personas que llenen mi curiosidad, que me ofrezcan nuevas formas de pensar. Y cuando me adapto a su presencia, cuando finalmente siento que estoy en mi zona más segura, es cuando más ganas tengo de irme. Es como si, al alcanzar la estabilidad, algo dentro de mí me impulsara a salir de allí, a buscar lo siguiente, a no quedarme quieto.
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La mente de un chico con TDAH
Historia CortaBreves descripciones de mis pensamientos cotidianos, como influyen a mi día a día junto a las emociones que siento.