George Russell

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La noche de los Grammys es muy especial para cualquier artista. Los premios, las celebridades, la prensa y las polémicas hacían del evento un auténtico circo mediático, el tipo de espectáculo en el que todos querían estar para asegurarse de que su nombre figurara entre los más comentados. Yo no era la excepción. Estaba allí porque estaba nominado en tres categorías importantes, y aunque los premios eran motivo de nervios y emoción, lo que más me atraía de la noche era la oportunidad de reunirme con amigos y colegas, compartir risas y buenos momentos en medio del caos de luces y cámaras.

Sin embargo, nunca pensé que esa noche daría un giro inesperado. Mientras caminaba por la alfombra roja y me perdía entre las luces y los flashes, algo llamó mi atención. Mi corazón dio un vuelco cuando lo vi. Allí estaba él, de pie, rodeado de gente, con esa sonrisa que tanto había aprendido a amar y que tanto me había dolido olvidar. Se veía increíble en ese traje azul marino que le quedaba perfecto, como si estuviera hecho a medida para resaltar cada detalle de su porte elegante y confiado. Por un segundo, me quedé inmóvil, sin poder apartar la vista de él.

¿Qué hacía aquí? Esa era la pregunta que no podía sacarme de la cabeza. No había escuchado nada sobre su asistencia, ni tampoco esperaba verlo en un evento así. George Russell no era exactamente un habitual en este tipo de ceremonias. Y sin embargo, ahí estaba, como si nada, como si no hubiera sido el protagonista de tantas noches en las que solíamos cantar nuestra canción favorita a media voz, solos en mi sala de estar, riendo mientras el mundo desaparecía a nuestro alrededor.

No voy a mentir, ver a George en esa sala me removió cosas que había tratado de enterrar. Estuvimos en una relación larga, una que me hizo muy feliz, pero que también terminó de forma amarga. Las peleas se volvieron cada vez más frecuentes, y al final, cuando ya no pudimos soportarlo más, decidimos seguir caminos separados. No era algo que quería, pero era lo mejor en ese momento. Las discusiones habían sido absurdas, pequeñas grietas que, con el tiempo, se convirtieron en barreras insalvables. A veces era por mi agenda, otras por sus compromisos en la Fórmula 1… pero el resultado siempre era el mismo: corazones rotos y palabras que nunca debimos decirnos.

Intenté apartar la vista y concentrarme en lo que tenía enfrente, pero era imposible. Mi mente estaba atrapada en un torbellino de recuerdos. Las risas, las caricias, las noches compartidas bajo las estrellas, y esa despedida en la que ninguno de los dos tuvo el valor de decir lo que realmente sentía. “Tal vez él ya me olvidó”, pensé mientras caminaba hacia mi mesa, pero algo en su mirada me decía que no era así.

A medida que la noche avanzaba, traté de concentrarme en disfrutar. Mis amigos me rodeaban, hacían bromas, brindaban por los logros, y yo intentaba seguir el ritmo, pero mi mente siempre terminaba desviándose hacia él. George se movía por la sala con la naturalidad de alguien que pertenecía, pero cada vez que nuestras miradas se cruzaban, sentía como si me estuviera buscando. Era como un imán que me atraía una y otra vez hacia él, aunque intentara resistirme.

En un momento de la noche una banda muy conocida comenzó a hacer su presentación y finalizó con una canción que conocía muy bien, es una de esas canciones lentas y emotivas que hacen que todos se vuelvan más sentimentales. Y claro, para colmo, era la nuestra. Esa canción que solíamos cantar juntos, que se convirtió en una especie de himno para nosotros, y que ahora me recordaba todo lo que habíamos perdido. Cerré los ojos por un momento, dejé que la música llenara mis oídos y me transportara a esos días en los que todo parecía tan simple, tan fácil.

Cuando los abrí de nuevo, George estaba mirándome. No había dudas, ya no era una coincidencia. Sentí que el aire se volvía más denso, más pesado. Él sabía que esa canción era nuestra, y aun así, se quedó ahí, con esa mirada intensa, como si estuviera esperando algo de mí. Mis amigos me dijeron algo, pero no los escuché. Simplemente me levanté de la mesa, necesitando escapar, aunque fuera solo por un momento, para tomar aire y tratar de poner mis pensamientos en orden.

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