Prólogo

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Diana

Mi nombre era Diana, de primeras siempre he tenido que aguantar las bromas de los graciosos de mis compañeros con mi nombre, pese a eso, siempre he buscado verle el lado bonito.

Mi madre, Lara, había sido la que lo había escogido por pura obsesión con la princesa de Gales, ella misma recuerda de vez en cuando cómo escuchó la noticia de su muerte en la televisión y lo que estaba haciendo en el momento, o cómo siempre soñó casarse con un vestido igual que el suyo. Además, era historiadora y amante de la mitología clásica, así que no fue algo casual que escogiese el nombre de la diosa romana para nombrar a su hija.

Si no he nombrado a mi padre es porque ni siquiera lo conozco, a lo largo de mi infancia llegaba un sobre con dinero cercano a la fecha de mi nacimiento con algunos billetes dentro y poco más.

Nunca se quiso ocupar de mí, si hablo de él en pasado es porque ya ni siquiera está vivo. Se casó, pero su mujer y él se ve que no eran muy felices, además, según contaba mi madre, él siempre tuvo problemas con el alcohol y ni siquiera era capaz de cuidarse a sí mismo, por lo que se veía incapaz de cuidar a un hijo.

Aunque eso lo dijo él mismo una de las veces que se dignó a escribirme una carta por mis dieciocho años.

Se divorció, le dio a la bebida de nuevo, pero se le fue de las manos una noche y acabó siendo víctima de una pelea callejera, sin embargo, no siento compasión por él. Según nos dijo la policía él salía de un pub cuando empezó a hacerle comentarios muy impertinentes a una chica joven, probablemente de mi edad lo que me hace que le tenga todavía más asco si se puede... Al final, se ve que varios chicos de la calle vieron a la chica incómoda y a alguno se le fue la mano y le dio más golpes de los que debería.

Eso pasó poco después de cumplir yo los dieciocho, ahora, con veinte años, lo afronto de manera distinta, al final era mi padre, había querido mucho a mi madre y viceversa, pero él nunca se había preocupado por mí, nunca he sabido encajar su muerte de una manera racional, ni tampoco lo que siento por él.

La pregunta era ¿cómo había empezado todo?, es decir, ¿qué fue lo que llevó a mis padres a concebirme?

Mi madre, joven e inexperta con la corta edad de veinte años, se fue a estudiar un año al extranjero, lo normal en la universidad, lo que ella no contemplaba era enamorarse allí.

Mi padre, Andrew Doyle, era un joven irlandés y de esos que te sueles imaginar en los libros de inglés cuando toca el día de San Patricio. Pelirrojo, pecoso, fornido... claro que la única foto que tengo de él era de cuando tenía veinte años. Mi madre española, mi padre irlandés, sí, el chiste se cuenta solo...

Tú me escuchabas hablar y era el prototipo de sevillana que habla por los cuatro costados, amante de todos los símbolos que encarnaba mi ciudad. Eso sí, me mirabas y pensabas que era una irlandesa de pura cepa. Mis ojos azules y pequeños rodeados de pecas por toda la cara, un pelo rojo encaracolado que a veces llevaba por los hombros y otras veces dejaba que me llegase a la cintura y unos rasgos faciales muy afilados y marcados.

Todo el mundo se piensa que no soy española hasta que hablo, o hasta que me presento como Diana García Doyle.

Es que, encima, me apellidaba con uno de los apellidos más repetidos en España... es como si fuese un chiste.

A veces me sentía como la Criatura de Shelley, una mezcla de culturas, de rasgos físicos que al final no se sentía ni de un lugar ni de otro.

Mi madre, a pesar del rencor que le pudiera tener a mi progenitor, siempre me ha educado en ambas culturas, los domingos ambas investigábamos en recetarios o en internet alguna receta irlandesa típica para probarla.

Mis abuelos paternos tampoco dieron muestras de existir, mi madre tampoco los conoció el tiempo que estuvo viviendo allí por lo que al final no teníamos manera de localizarlos, eso si se consideraba que siguiesen vivos o si sabían si yo existía.

En casa siempre olía a café, mi madre es profesora de historia en la universidad de Sevilla, además, investigaba todo el rato, tiene varios libros publicados y es una profesora muy querida por sus alumnos, a mí no me sorprendía, cuando me explicaba a mí las cosas en casa lo hacía de una manera sencilla, distendida y amable, no era la típica persona que te hacía sentir tonta.

En la cocina hay una pequeña pizarrita blanca para escribir porque ella solía explicarnos a Lily y a mí las cosas, yo la usaba también para jugar a ser profesora con ella.

Lily había sido mi mejor amiga desde que tenía uso de razón, su nombre era Lila, pero le quiso dar ese toque inglés para que yo no me sintiese sola. Era la definición de un alma de gato negro, le encantaba maquillarse, vestirse de negro y ser cortante y seca con todo aquel que no fuese de su círculo.

Pero conmigo y con Mario, su novio desde los catorce, no era así, con nosotros era dulce y melosa.

Ella adoraba escuchar a mi madre hablar de historia, de mitos, de descubrimientos y hallazgos, tanto como para plantearse escoger el grado de Historia, aunque luego cambió de opinión y entró en Filología Hispánica conmigo. 

A mí no me gustaba la historia, me apasionaba más la literatura, al final creo que van de la mano, así como mis profesores que pasan meses y meses haciéndonos unos contextos históricos enormes para que luego el último día digan que no es relevante.

Pero mi carrera me gustaba más por la rama de la escritura que por otra cosa, siempre he amado escribir y crear mis propias historias. 

Quería volver a donde todo comenzó para encontrarme, hay veces en la vida de uno en las que no comprende realmente el motivo de su existencia. 

Yo tenía que volver a Irlanda para saber quién era de verdad, la Diana al completo, no solo la parte que había tenido siempre, sino todo lo demás que también formaba parte de mí. 

A veces había que volver al origen para encontrarse de nuevo. 

Lo que no sabía era que al final la historia tiende a repetirse. 

En El Punto De PartidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora