Capítulo 4

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Iris

Tumbada con mi hija entre mis brazos puedo finjir que todo está bien, que nada de esto está ocurriendo, puedo imaginar una vida idílica y feliz que jamás tendré.

Escuchar la lenta y acompasada respiración de mi pequeña es una droga. Alexander jamás me dejó dormir con ella, nunca, ni una sola vez, y ahora que lo estoy haciendo, siento que es la sensación más maravillosa del mundo. Es capaz de calmar mi nerviosismo, de ralentizar los latidos de mi corazón, y de hacer que sienta alegría. Incluso ahora, incluso en esta situación.

No he podido dormir en toda la noche, pero me alegra no haber tenido ningún susto y que nadie haya intentado hacernos daño.

Mi tranquilidad se termina cuando escucho la manecilla de la puerta girar, cruge despacio y contengo la respiración.

Él hombre que mi marido tenía maniatado entra despacio, ayer me pareció escuchar que lo llamaban Azer, aunque con un porte y un aura que hace que me encoja sobre mi misma y abrace a mi hija más fuerte. Lleva un traje completamente negro y una camisa blanca y camina decidido hacia la cama, aunque intentando no hacer ruido. Sus ojos bailan entre mi hija y yo.

- Os van a traer ropa. Cuando estéis lista, bajad a desayunar.

Conforme lo dice vuelve sobre sus pasos y sale de la habitación.

¿Puedo desayunar con mi hija? ¿Podemos pasar tiempo juntas? ¿Porque me siento más segura aquí que todo esté tiempo junto a mi marido?

Poco después llega una mujer con dos conjuntos. Un vestido corto y apretado para mi con el que no me siento nada cómoda, y unos tacones negros demasiado altos. Solo puedo pensar en que quieren humillarme o algo peor en lo que no quiero pensar demasiado.

He podido vestir a mi hija por primera vez entre risas y besos acuosos que deja en mi cara. Y la sonrisa tonta que tengo dibujada en mi cara es imposible de borrar.

Supongo que después de todo lo que he pasado, he aprendido a vivir el momento, disfrutar cada pequeña cosa porque un instante después podrían darme una paliza o amenazarme con matar a mi hija.

- Estas preciosa - Dice la mujer mayor que me trajo la ropa.

Podría ser mi abuela, su moño blanco recogido perfectamente y esas arrugas marcadas de haber sonreído demasiado.

Me vuelvo hacia ella, y ella da un paso atrás como si me tuviera miedo. Miedo de mi.

- Muchas gracias - susurro bajando la mirada.

Agarro a mi hija de la mano y la bajo de la cama. La mujer todavía nos mira como si me hubieran crecido siete cabezas. Esta gente es demasiado rara.

Las escaleras son todo un desafío para mi y mis tacones. Me agarro a la barandilla intentando mantener el equilibrio, al final decido que si me caigo no quiero arrastrar a mi hija conmigo.

- ¿P... Podrías... - Miro a mi hija y después a ella con la súplica pintada en la mirada.

- Por supuesto, por supuesto.

Le da la mano y le sonríe como si fuera el propio sol. Mi hija abraza su pierna y la mujer suspira feliz.

- Gracias, de verdad - No se me ocurre otra forma de agradecerle que no me lo ponga más difícil.

Su cara muestra una mueca rara ante mis palabras. Al final de las escaleras hay hombres armados, estoy acostumbrada a eso, no es nada nuevo, pero el odio con el que me miran si es nuevo. Aquí todos me odian.

Suspiro por no haberme tropezado ni una vez, pero al poner el pie en el último escalón el tobillo gira en un ángulo raro y caigo. Antes de que mi cara toque el suelo unos brazos fuertes me sujetan por la cintura y un escolofrio recorre mi piel. Instintivamente, cierro mis puños alrededor de la camisa, levanto la vista poco a poco hasta que mis ojos conectan con los de Azer.

EstocolmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora