Familia Nicaragüense

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En una pequeña comunidad rural de Nicaragua, los abuelos Juan y Teresa se habían hecho cargo de sus dos nietos, Alejandra de 13 años y Mateo de 11, desde que sus padres se habían mudado a la ciudad en busca de trabajo. Aunque sus abuelos los querían profundamente, Juan y Teresa eran conocidos por su carácter estricto, especialmente cuando se trataba de la disciplina.

Alejandra y Mateo estaban acostumbrados a las reglas claras y firmes de sus abuelos: había horarios para todo, desde las tareas hasta las comidas, y siempre se esperaba que respetaran a los mayores. Cualquier falta de respeto o incumplimiento de las normas tenía consecuencias inmediatas.

Una tarde de sábado, mientras Teresa preparaba la comida en la cocina y Juan trabajaba en el jardín, los niños estaban jugando en el patio. Alejandra, sintiéndose rebelde, decidió que no haría sus tareas ese día. Mateo, siguiendo el ejemplo de su hermana, la acompañó en su plan de escaparse a la laguna cercana sin permiso.

-Vamos a la laguna -sugirió Alejandra-. Nadie nos verá, y volveremos antes de que se den cuenta.

Mateo dudó al principio, pero finalmente aceptó, emocionado por la aventura. Sin embargo, lo que no sabían era que su abuelo Juan, con su oído agudo y siempre atento, había escuchado sus planes.

Cuando Juan se dio cuenta de que sus nietos no estaban en el patio, su preocupación se mezcló con enojo. Sin decir una palabra, fue directamente hacia la laguna, donde encontró a los niños chapoteando en el agua, ajenos a la gravedad de su desobediencia.

-¡Alejandra, Mateo! -gritó Juan con voz fuerte, haciendo que ambos se quedaran congelados al escuchar el tono severo de su abuelo-. ¿Qué creen que están haciendo aquí sin permiso?

Los niños, asustados y empapados, no supieron qué responder. Sabían que lo que habían hecho estaba mal, y ahora enfrentaban las consecuencias.

-Vuelvan a la casa ahora mismo -ordenó Juan, caminando delante de ellos mientras los niños lo seguían en silencio.

De regreso en casa, Teresa los esperaba con los brazos cruzados, claramente decepcionada. Juan, aunque no era un hombre que disfrutara el castigo, sabía que la lección debía quedar clara.

-Ustedes saben las reglas. No pueden simplemente salir sin permiso, y mucho menos ignorar sus responsabilidades -dijo Teresa, su tono firme pero lleno de cariño-. Ya les hemos advertido lo que pasa cuando no cumplen con lo que se les dice.

Juan asintió y les señaló la sala. -Ambos a la sala. Vamos a hablar de esto -dijo, serio.

Alejandra y Mateo se sentaron en silencio, sabiendo lo que venía. En la casa de sus abuelos, la disciplina era algo que se tomaba en serio, y en casos de desobediencia, el castigo físico, aunque raro, no se evitaba. Juan tomó una pequeña vara de madera que mantenía en un rincón de la sala, un recordatorio de la educación que él mismo había recibido de joven.

-No quiero hacer esto, pero deben entender que sus acciones tienen consecuencias -dijo Juan, mientras Teresa observaba con expresión grave.

Ambos niños recibieron un castigo con la vara, lo suficiente para que entendieran la gravedad de su desobediencia. Después, Juan y Teresa los abrazaron, dejándoles claro que lo que hacían era por su bienestar.

-Queremos lo mejor para ustedes, y eso significa que deben aprender a seguir las reglas y a respetarnos -dijo Teresa, acariciando el cabello de Alejandra.

-Lo sentimos, abuelos. No lo haremos más -dijo Mateo, con lágrimas en los ojos.

Desde ese día, Alejandra y Mateo comprendieron que la disciplina de sus abuelos no era solo una forma de imponer control, sino una expresión de amor. Sabían que, aunque las reglas eran estrictas, sus abuelos siempre estarían allí para cuidarlos y guiarlos, incluso cuando eso significara aplicar una lección difícil de aprender.

Castigos a través del mundo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora