En un barrio tradicional de Lima, Perú, vivía la familia Gutiérrez. Mariela, una madre trabajadora y estricta, criaba a sus dos hijos, Joaquín de 12 años y Lucía de 9. Viuda desde hacía unos años, Mariela había asumido la responsabilidad de educar a sus hijos con firmeza, siguiendo las enseñanzas que ella misma había recibido de pequeña: respeto, responsabilidad y obediencia.
Aquella tarde, Joaquín llegó tarde a casa después de haber salido a jugar fútbol con sus amigos, sin avisar a su madre. Cuando entró por la puerta, Mariela lo estaba esperando en la sala, con los brazos cruzados y una expresión seria en el rostro.
-Joaquín, ¿qué te he dicho sobre avisarme cuando te vas a quedar más tiempo? -preguntó Mariela, manteniendo la calma, aunque claramente molesta.
Joaquín, sudoroso y aún con el balón en la mano, bajó la cabeza. Sabía que había hecho mal. Le había prometido a su mamá que estaría en casa a las cinco, pero se había quedado jugando sin prestar atención al reloj.
-Lo siento, mamá. Me distraje jugando con los chicos, no me di cuenta de la hora -dijo Joaquín, evitando mirar a su madre a los ojos.
Mariela suspiró. No era la primera vez que Joaquín rompía esta regla, y ella siempre había sido clara con las consecuencias. En la familia Gutiérrez, la desobediencia no se tomaba a la ligera.
-Te he repetido muchas veces que debes cumplir con lo que te digo. Si no lo haces, hay consecuencias, y lo sabes -dijo Mariela mientras se dirigía a una cómoda donde guardaba un cinturón que usaba en estos casos.
Joaquín sintió un nudo en el estómago. Sabía que su madre no solía usar el cinturón a menos que fuera un asunto serio, y llegar tarde sin avisar lo era para ella. La disciplina en casa era estricta, pero siempre clara.
-Ven aquí, Joaquín. Sabes que esto es por tu bien -le dijo Mariela con un tono firme pero calmado.
Joaquín caminó hacia su madre, consciente de lo que venía. Mariela lo hizo ponerse de espaldas al sofá y le pidió que se inclinara ligeramente. Luego, sin más palabras, empezó el castigo. Cada azote era preciso, no demasiado fuerte, pero lo suficientemente doloroso para que Joaquín entendiera que había desobedecido.
-Esto es para que aprendas a ser responsable. Te lo advierto por última vez: cuando te digo una hora, la cumples -dijo Mariela mientras terminaba de darle los azotes.
Joaquín intentaba no llorar, pero el dolor y la vergüenza le ganaban. Sabía que su madre lo hacía para enseñarle una lección, pero eso no hacía que doliera menos.
-Ya está. Ahora, ve a tu cuarto y reflexiona sobre lo que has hecho. Y la próxima vez, no quiero que tengamos que llegar a esto, ¿entendido? -dijo Mariela mientras guardaba el cinturón.
Joaquín asintió, aún con los ojos enrojecidos, y se fue a su habitación. Lucía, que había estado observando desde la cocina, miraba a su madre con respeto. Ella sabía que su turno llegaría si también desobedecía.
Mariela, aunque severa, amaba profundamente a sus hijos y quería que crecieran siendo personas responsables y respetuosas. En su mente, la disciplina era una manera de prepararlos para la vida, una vida que, en su experiencia, no siempre era fácil.
ESTÁS LEYENDO
Castigos a través del mundo
Conto"Castigos a través del mundo" es una colección de historias que exploran la diversidad de prácticas disciplinarias en diferentes culturas y familias. A lo largo de los relatos, veremos cómo en distintas partes del mundo, el castigo físico ha sido ut...