Familia costariqueña

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En una tranquila ciudad de Costa Rica, vivía don Manuel, un padre soltero, con su hijo adolescente, Andrés, de 16 años. Desde que la madre de Andrés había fallecido cuando él era pequeño, don Manuel había hecho todo lo posible por criar a su hijo con disciplina y valores. Aunque la relación entre ambos era cercana, últimamente Andrés había empezado a rebelarse, sintiéndose cada vez más frustrado por las estrictas reglas de su padre.

Una tarde, después de la escuela, Andrés decidió que ya no quería seguir obedeciendo las órdenes de su padre. Tenía ganas de salir con sus amigos a una fiesta en la playa, pero don Manuel le había prohibido salir hasta tarde y le recordó que debía terminar su tarea.

—Andrés, ya sabes las reglas. No puedes salir hoy. Tienes que hacer tus deberes y quedarte en casa —le dijo su padre con tono firme mientras preparaba la cena.

—Papá, todos mis amigos van. No soy un niño, puedo cuidarme solo —respondió Andrés, molesto, deseando más libertad.

—No me importa lo que hagan tus amigos. Aquí en esta casa se respetan las reglas, y no voy a permitir que andes por ahí irresponsablemente —sentenció don Manuel, dándole la espalda para seguir cocinando.

Andrés, frustrado, decidió en silencio que desobedecería a su padre. Esa misma noche, cuando don Manuel se fue a dormir, Andrés aprovechó la oportunidad. Agarró su mochila y salió de la casa en silencio, corriendo hacia la playa donde sus amigos lo esperaban.

La fiesta en la playa fue exactamente como Andrés esperaba: música, risas y libertad. Sin embargo, lo que no sabía era que un vecino de la familia, que conocía bien a su padre, lo había visto salir de casa y había llamado a don Manuel para informarle.

Despertado por la llamada, don Manuel no podía creer lo que estaba escuchando. Molesto y preocupado, se vistió rápidamente y salió en su carro hacia la playa, decidido a encontrar a su hijo y traerlo de vuelta. El enojo que sentía era intenso, pero también lo invadía una preocupación por la seguridad de Andrés.

Cuando llegó a la playa, no le tomó mucho tiempo localizar a Andrés entre el grupo de jóvenes. Andrés lo vio acercarse, y su rostro palideció al darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder.

—¡Andrés! —gritó don Manuel, caminando rápidamente hacia su hijo. El tono en su voz dejaba claro que no estaba para bromas.

Andrés intentó dar una excusa, pero antes de que pudiera decir una palabra, su padre ya lo había tomado del brazo y lo estaba guiando de vuelta al carro.

El viaje de regreso a casa fue en completo silencio, pero la tensión en el aire era palpable. Don Manuel no dijo nada, pero Andrés sabía que había cruzado una línea.

Al llegar a casa, don Manuel finalmente rompió el silencio. —Te dije que no fueras, Andrés. Sabías lo que iba a pasar si desobedecías. No me dejaste otra opción —dijo, dirigiéndose a su hijo con una mirada de decepción.

Andrés, sabiendo lo que venía, intentó justificarse. —Solo quería divertirme un rato, papá. No hice nada malo...

—Eso no importa. Lo que importa es que desobedeciste, me mentiste y te fuiste sin permiso. Eso es inaceptable —respondió don Manuel, su tono severo.

Manuel, aunque no era un hombre que recurría al castigo físico con frecuencia, sabía que en este caso era necesario para dejar una lección clara. Andrés había puesto en peligro su confianza y, en su mente, necesitaba entender la gravedad de su desobediencia.

—Sabes las consecuencias de tus acciones, Andrés. Esto no va a ser fácil, pero espero que te haga pensar dos veces antes de desobedecerme de nuevo —dijo don Manuel, tomando un cinturón que guardaba en su habitación, un recordatorio de su estricta crianza en el campo.

Andrés, cabizbajo, aceptó lo que venía. Don Manuel le pidió que se recostara en la cama y, sin más preámbulos, le dio un par de golpes firmes con el cinturón. No fue un castigo largo, pero sí lo suficientemente duro para que Andrés entendiera el mensaje. El dolor físico era solo una parte; lo que más dolía era ver la decepción en los ojos de su padre.

Cuando terminó, don Manuel guardó el cinturón y se sentó junto a su hijo, quien estaba claramente afectado, más por la situación que por el dolor.

—No quiero tener que hacer esto nunca más, Andrés. Pero tienes que entender que las reglas son para protegerte, no para hacerte la vida difícil. Yo te amo y solo quiero lo mejor para ti —dijo don Manuel, abrazando a su hijo con fuerza.

Andrés, aún con lágrimas en los ojos, asintió, entendiendo finalmente que su padre no actuaba por crueldad, sino por amor.

—Lo siento, papá. No lo volveré a hacer —dijo Andrés, sinceramente arrepentido.

A partir de ese día, Andrés comenzó a respetar más las reglas de su padre, sabiendo que, aunque a veces le parecían estrictas, estaban allí por su propio bienestar.

Castigos a través del mundo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora