Capítulo 1

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1883, Nueva York.

Anelise vio los gestos que le hacía su padre para que fuese a sentarse a su lado, pero disimuló fingiendo mirar el cuadro que presidía la estancia y que mostraba un retrato de su madre. Detestaba aquellos momentos en los que la exhibían como si fuese un mono de feria. No le gustaba ser el centro de atención, que hablasen de su timidez o que su madre hablase de su infancia criticándola por ser más proclive a los juegos de los niños que al sereno entretenimiento que se consideraba adecuado en una niña.

Anelise Vandermer era la hija pequeña de los Vandermer de Nueva York. Una encumbrada familia cuyos orígenes se remontaban a cuando Nueva York era Nueva Ámsterdam, como su padre se había preocupado de relatar a sus tres hijos en numerosas ocasiones.

Selig Vandermer era un hombre afable y risueño que disfrutaba viendo felices a los suyos. A diferencia de su esposa, Hana, para la que la alegría y la felicidad eran conceptos abstractos de dudosa utilidad.

Selig era un eminente empresario del sector naviero, poseía una ingente cantidad de barcos comerciales, pero su auténtica pasión era la cría de caballos. Los más famosos ejemplares de potros de carreras del estado provenían de sus establos.

Anelise miraba a su padre, que hablaba con Mrs. Campbell, y a continuación observó a su madre, que tenía aquella dura expresión que ponía cada vez que su esposo flirteaba con otra dama. Aunque por aquel entonces Anelise no sabía lo que pasaba entre ellos, era plenamente consciente de que a su madre no le gustaban las atenciones que tenía su padre con otras mujeres.

—Colin ha terminado este año la universidad y se va a hacer cargo de algunos de los negocios de su padre —⁠dijo Hana atrayendo la atención de la señora Campbell.

Anelise miró a su hermano, que estaba de pie junto a la ventana, tratando de disimular su aburrimiento mientras contemplaba las tareas de Lewis, el jardinero. Colin era el hermano mayor de Anelise, un joven muy atractivo y serio que había heredado el carácter austero y decidido de su madre. John, en cambio, era más parecido a su padre y compartía con él, además de un carácter afable, su amor por los caballos.

Anelise aún recordaba muchas veces cómo de niña siempre le permitieron unirse a sus juegos como una más. Y también recordaba muy bien la última vez que eso fue posible. Se habían escondido de su institutriz, que los buscaba afanosamente para comenzar sus clases de alemán. Entre los tres estuvieron mareándola durante tanto rato que acabó agotada. Lo peor fue que su cansancio disminuyó también sus reflejos y acabó sentada sobre un charco de barro que echó a perder su vestido. Cuando Hana se enteró de lo sucedido sacó la vara de castigo y los golpeó en las piernas, ensañándose especialmente con Anelise.

Después de ese suceso le prohibieron terminantemente volver a jugar con sus hermanos y comenzó una nueva etapa en la vida de Anelise. Una triste y agotadora etapa.

Empezaron a cultivar en ella las virtudes que se espera que posea una dama, aunque Anelise se sentía más como un reo en su cámara de tortura. No solo ya no podía jugar como solía hacer y volver a casa empapada después de haber estado navegando en el estanque, además estaba el horrible corsé. Se estremeció al pensar en él y se colocó lo más recta que pudo temiendo que su madre la viese encorvarse en la silla.

Lo que ella llamaba corsé era un artilugio que su madre había ideado expresamente para ella. Consistía en una barra de acero que bajaba por la columna y que tenía unas correas que se ataban a su cintura, a los hombros y a la cabeza, rodeando su frente. Una vez bien colocado la obligaba a pasear, leer en voz alta, incluso comer. Una auténtica tortura.

Aun siendo algo tan horrible habría aceptado con gusto la incomodidad si la hubiese dejado jugar con sus hermanos, en lugar de hacerle pasar tediosas tardes aprendiendo cómo se sirve el té o cómo se realiza un bordado.

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