Capítulo 18

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Anelise estaba sentada en su cama, solitaria y desolada. Fuera, la noche había extendido su negro manto y el frío la hizo estremecer. Su felicidad se había esfumado de golpe y el destino estaba ante ella riéndose a mandíbula batiente como un demonio cruel. Pensó en la primera vez que tuvo a Lowell en sus brazos. Entonces creyó que su amor por aquel niño podría protegerlo de cualquier daño. Ahora aquella esperanza se había tornado una broma cruel de ese destino.

En su corazón anidaba una doble pena, pues el único que podría consolarla era quien le había asestado el golpe mortal. No podía buscar refugio en sus brazos y el dolor que sentía amenazaba con hacerla pedazos.

Qué extraño y cruel puede ser el destino. Desde que nació toda su vida había sido un cúmulo de malas decisiones que siempre tomaba su madre por ella. Solo durante un corto espacio de tiempo se enfrentó a ella. Cuando conoció a Crofton Bourne.

Recordó al vaquero. Su mirada limpia y serena, su discurso profundo y audaz. Dispuesto a conocer el mundo antes de encerrarse en una vida que él no había elegido. Casado con una mujer capaz de enfrentar a los suyos por aquello en lo que creía. ¿Qué le diría si la viese ahora en aquella situación? Probablemente le sonreiría con ternura y le diría que la vida es demasiado hermosa para desperdiciarla.

Debía hacerlo aunque su corazón se resquebrajase. Sabía que sonaría cruel, vengativo incluso, aunque tan solo el afán de proteger a su hijo era lo que la empujaba.

Se tumbó sobre la cama mirando, entre la bruma de sus ojos anegados por las lágrimas, la camisa blanca que descansaba sobre la silla. Casi podía percibir el aroma de su cuerpo en ella. Encogió las piernas sintiendo el vacío que crecía en su vientre, mientras su mente volvía a los días de soledad, a la falta de esperanza y a la agonía de saber que no hay nadie que nos sirva de consuelo. Se hundió en un pozo profundo y putrefacto que la cubrió por completo. Se dejó llevar sin resistencia.

Rayner, de pie frente a la ventana del salón, contemplaba la luna, que dibujaba un círculo perfecto en la oscuridad del firmamento. Sentía un dolor profundo, como si se hubiese abierto un boquete en el centro de su pecho y se escapase por él su último vestigio de resistencia. Después de la terrible tortura que vivió junto a su hermano creyó que se había secado por completo el pozo de sus afectos. Durante meses fue su guardián y protector. Nicolas no iba a ninguna parte sin que él lo supiese, sin que lo acompañase. Dejó de tener una vida propia, un cuerpo propio. Vivía la vida de otro, alguien que se esforzaba en hacerle daño siempre que podía.

Aquella cabaña la diseñaron juntos. No era la cabaña de Nicolas, aunque él se la había agenciado frente a todos. Siempre le dijo que si tenía que morir joven quería que fuese allí y Rayner le recriminó que no pensara en él, en lo que sentiría si hacía lo que pensaba. Todavía escuchaba los gritos de su madre mientras él corría en busca de su caballo para seguirlo. Nunca había sentido tal desesperación. Hasta esa tarde, cuando le asestó aquella puñalada a la mujer que amaba y tuvo que contemplarla desmoronándose entre sus dedos.

Habría preferido sus gritos. Una escena violenta e iracunda. Cualquier cosa antes que aquella mirada decepcionada y dolida.

—Lowell... —susurró casi sin voz.

Una garra le arañaba el corazón cada vez que pensaba en esa pequeña e inocente criatura. ¿Podría soportar vivirlo de nuevo? ¿Podría enfrentarse a ese aterrador momento con la entereza que su hijo necesitaría? Un gemido contenido escapó entre sus dientes y se giró al escuchar la puerta abrirse detrás de él.

—¿Quién...? —Se detuvo al verla—. Anelise...

Se acercó para recibirla y ella no lo rechazó cuando la tomó del brazo para acompañarla hasta el sofá. Estaba pálida y sus ojos estaban hinchados de llorar, pero mostraba un rostro sereno y calmado.

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