Capítulo 8

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Lady Martha Brogan era una anfitriona excelente. Sabía hacer que sus invitados se sintieran cómodos y dirigía la conversación con maestría, evitando temas escabrosos o carentes de interés. Anelise se sintió tratada con gran esmero y los condes fueron cercanos y amables con ella. A la cena habían invitado a varios amigos entre los que se encontraban lord y lady Chattery, el juez Howell Sneddon y su hija Ondine. La cena fue más agradable de lo que Anelise esperaba y después de la primera media hora consiguió relajarse y disfrutar de la velada.

—¿Qué opina usted de las tradiciones, señorita Vandermer? —⁠preguntó el juez Sneddon desde el otro lado de la mesa⁠—. Tengo entendido que los americanos son proclives a la distensión.

Anelise tuvo la impresión de que para el juez las tradiciones debían mantenerse a cualquier precio.

—Creo que las tradiciones nos atan a nuestros antepasados —⁠dijo de manera ambigua.

Al juez pareció gustarle aquella respuesta y la miró satisfecho.

—Cierto, cierto. ¿Qué es una generación más que un eslabón de una interminable cadena?

Anelise miró a Rayner y vio en sus ojos que él sí la había entendido.

—El simple hecho de pensar que las tradiciones nos atan con cadenas me hace pensar en un destino nada halagüeño, juez Sneddon —⁠dijo el futuro conde cortando la carne de su plato⁠—. Creo que la aristocracia debería pensar en un discurso más atrayente. Por ejemplo, podríamos decir que las tradiciones son martas cibelinas que vamos añadiendo a nuestro abrigo. Aunque reconozco que ahora llevaríamos un abrigo tan pesado que apenas podríamos caminar con él.

El juez frunció el ceño tratando de comprender el discurso del joven, sin demasiado éxito. Anelise, en cambio, había percibido la sutil crítica a unas rancias e inamovibles costumbres que estaba convencida de que acabarían por desechar. No en vano el siglo se acercaba inexorablemente a su fin y estaba convencida de que el siglo XX traería vientos de cambio a Europa.

—Reconozco que estas cenas son mucho más divertidas con tu presencia —⁠le dijo Rayner cuando la acompañó a su faetón y nadie podía escucharlos⁠—. En realidad empiezo a tener una mejor opinión del mundo porque sé que tú estás en él.

Al regresar a casa de los Earlington, Cynthia no dejó de preguntar hasta que su curiosidad fue satisfecha por completo.

—¿Qué le vas a responder? —⁠preguntó la joven cuando consideró que había sido bien informada.

—¿A qué te refieres?

—Está claro, primita, ese hombre suspira por ti.

—No digas tonterías, Cynthia. Rayner Brogan es un buen amigo.

—No me negarás que te gusta.

Anelise no respondió y sus mejillas se tiñeron de color rojo.

—Es rudo y antipático con todo el mundo, pero debo reconocer —⁠dijo Cynthia poniendo cara de circunstancias⁠—, que contigo es diferente.

Anelise se recostó en la cama y miró al techo tratando de calmar los latidos de su corazón. No debía pensar en eso, no era bueno para ella, pero aún sentía el roce de sus dedos cuando la ayudó a subir al faetón. Y su mirada. Aquella mirada oscura y penetrante capaz de estremecerla como un viento helado.

—Sé que echas de menos tu caballo. —⁠Rayner sonreía mientras le hacía un gesto para que pusiera el pie en sus manos.

—¡No! —exclamó ella riendo—, no voy a subirme así. Ven, lo llevaremos hasta ahí y podré utilizar ese pequeño muro como escalera.

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