El cielo se extendía, vasto e inalcanzable, sobre el páramo donde el ángel caminaba. Un mar infinito de luz dorada y nubes de algodón, tan puro como su esencia misma. El viento suave susurraba antiguos secretos en su oído, pero él no se detenía a escucharlos. Era una tarde tranquila, como muchas otras, y sin embargo, algo en el aire parecía diferente. Algo más profundo que la calma habitual que envolvía aquella frontera que dividía el cielo del infierno.
El ángel avanzaba con gracia, sus alas extendiéndose como una estela de luz a su alrededor. Su belleza era irreal, casi imposible. Su cabello, largo y blanco, flotaba a su alrededor como un río de nieve, y sus ojos rosados reflejaban la pureza de su alma. Cada uno de sus pasos dejaba una marca tenue en el suelo, como si la misma tierra se inclinara ante su presencia. En sus manos, llevaba un cesto lleno de flores que él mismo había recogido, cada una más hermosa que la anterior. El cielo era su hogar, pero aquí, en la frontera, había una libertad que no sentía en ningún otro lugar.
No se preocupaba por la cercanía de la otra orilla. El infierno, con su oscuridad y caos, era un lugar que pocos ángeles se atrevían a mencionar, mucho menos a visitar. Pero para él, este rincón del mundo era especial. Aquí, donde la luz del cielo y la penumbra del infierno apenas rozaban, sentía algo distinto. Una curiosidad, quizás, o un anhelo que no lograba comprender del todo.
A medida que avanzaba, su mirada se posaba en cada detalle del paisaje. Las flores silvestres que sólo crecían cerca de la frontera eran como pequeñas joyas vivientes, tan frágiles y efímeras. Con dedos largos y delicados, las recogía una a una, cuidando de no dañar sus pétalos. Aunque lo hacía sin prisa, cada movimiento suyo estaba cargado de una gracia natural, como si el mismo universo lo hubiera moldeado con amor y perfección.
A lo lejos, el horizonte se desdibujaba, donde el cielo comenzaba a tornarse más oscuro, una transición que marcaba el fin del reino de la luz. Era un contraste que había visto incontables veces, y sin embargo, siempre lo dejaba fascinado. Allí, en la frontera, donde lo luminoso y lo sombrío se encontraban, el equilibrio parecía inquebrantable.
Mientras recogía otra flor, el ángel se detuvo por un momento. Levantó la flor hacia la luz, observando cómo los rayos del sol atravesaban sus pétalos translúcidos, creando diminutos arcoíris en su interior. Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa, una sonrisa que irradiaba paz, pero también una melancolía que él mismo no comprendía del todo.
El viento volvió a susurrar, esta vez con más fuerza, y el ángel cerró los ojos, dejándose llevar por la brisa. Sus alas se desplegaron completamente, brillando bajo la luz, con plumas tan suaves como la seda más fina. Era un ser de una pureza inmaculada, tan alejado del sufrimiento, del dolor, y de las emociones terrenales que a menudo azotaban a las almas mortales. Y sin embargo, en ese instante, sintió un leve peso en su corazón. Algo desconocido, algo que no pertenecía al cielo.
Se agachó suavemente para recoger otra flor, esta vez de color púrpura, una tonalidad rara en los jardines celestiales. Aquí, en la frontera, las flores crecían de manera distinta, algunas con colores que no existían en ninguna otra parte del cielo. Las más cercanas a la penumbra del infierno tenían tonos oscuros y vibrantes, como si absorbieran la energía de ambas esferas. Aquella frontera, donde lo divino y lo prohibido se encontraban, era un lugar de extraña belleza. Una belleza que siempre lo había fascinado, aunque nunca había compartido ese pensamiento con otros ángeles. Este rincón del universo, tan cerca del infierno, despertaba en él una curiosidad silenciosa, un deseo de explorar lo que se escondía más allá.
Sin embargo, ninguna alma celeste se atrevía a cruzar esa línea invisible. Lo que yacía al otro lado era desconocido, prohibido. Los ángeles eran criaturas de luz, y la oscuridad era su antítesis. A él le habían enseñado que el infierno era un lugar de caos, de dolor interminable, de almas condenadas a la desesperación. Pero aquí, en el límite, la oscuridad no parecía tan amenazante. Había una calma en la penumbra, como una promesa de algo diferente, algo que no era ni cielo ni infierno, sino un espacio intermedio, una posibilidad.
Con el cesto lleno de flores, el ángel siguió caminando, sin rumbo fijo, dejando que sus pies lo guiaran. De vez en cuando, se detenía a contemplar el horizonte, esa línea borrosa donde el cielo comenzaba a desvanecerse. Sus ojos rosados, normalmente llenos de serenidad, ahora estaban cargados de una curiosidad que no podía ignorar. ¿Qué había más allá de la frontera? ¿Era realmente el caos lo único que aguardaba en el infierno? O… ¿existía algo más, algo que los ángeles no podían comprender?
Una ráfaga de viento más fuerte lo envolvió, trayendo consigo un aroma desconocido. Era dulce, pero con un toque ahumado, como si el aire mismo llevara rastros de fuego y ceniza. El ángel se detuvo de golpe, girando la cabeza hacia el sur, hacia donde la luz del cielo se desvanecía en sombras más profundas. Nunca antes había percibido tal fragancia. Era embriagadora, diferente a las flores que crecen en el cielo o incluso en la frontera.
De repente, el suelo bajo sus pies pareció cambiar, volviéndose más áspero, más duro. El suave césped dio paso a una tierra seca y polvorienta. Sin darse cuenta, había cruzado una pequeña colina, acercándose más a la frontera de lo que jamás lo había hecho. Frente a él, el paisaje cambió drásticamente. Donde antes sólo había prados verdes y flores radiantes, ahora la tierra se volvía gris, salpicada de rocas oscuras y grandes arbustos retorcidos que crecían en dirección a la sombra.
El ángel se detuvo en seco, con las alas extendidas, sus ojos rosados parpadeando con sorpresa. Este era el límite. Lo sabía. Más allá, la luz del cielo ya no tocaba la tierra, y el aire se volvía más denso, cargado de una energía que lo hacía sentirse inquieto. Sabía que no debía acercarse más, que cruzar esa frontera significaba adentrarse en el territorio del infierno. Y sin embargo, no podía moverse. Algo en su interior lo mantenía anclado en ese lugar, como si una fuerza invisible lo llamara desde el otro lado.
El viento volvió a soplar, más cálido esta vez, como si la frontera respondiera a su presencia. El ángel observó con atención, esperando algo que no podía nombrar. El aire estaba cargado de tensión, una expectación palpable, como si el mismo universo contuviera el aliento.
Y entonces lo vio. Apenas una sombra, a lo lejos, más allá de la frontera, en la penumbra. Era una figura pequeña, indistinta, pero claramente allí. El ángel entrecerró los ojos, tratando de distinguirla mejor. El sol estaba comenzando a ocultarse, y la figura, envuelta en sombras, se movía lenta pero claramente en su dirección.
Su corazón, normalmente tan tranquilo, comenzó a latir más rápido. Sabía que no debía estar allí, que debía regresar a los prados del cielo, donde la luz era eterna y la paz absoluta. Pero sus pies no se movieron. Algo, o alguien, lo estaba observando desde el otro lado.
La figura avanzaba, y poco a poco, el ángel pudo distinguir más detalles. No era un alma condenada ni una sombra demoníaca como le habían descrito tantas veces. Era un niño, como él. Un niño de cabello oscuro y ojos de color rojo brillantes, cuya mirada curiosa parecía atravesar la misma frontera que los separaba.
Los dos se miraron durante un largo momento. El ángel, con sus alas desplegadas y el cesto lleno de flores en las manos, y el niño, una figura solitaria en la penumbra, en el umbral del infierno.
"¿Quién eres?" pensó el ángel, pero las palabras nunca llegaron a salir de sus labios. No sabía si era el miedo, la curiosidad, o algo más lo que lo mantenía allí, inmóvil.
El niño sonrió, una sonrisa pequeña, pero lo suficientemente significativa como para hacer que el corazón del ángel diera un vuelco inesperado.
Algo había comenzado en ese instante, algo que ni el cielo ni el infierno habían previsto. Un encuentro que cambiaría el curso de sus mundos para siempre. Y aunque ninguno de los dos lo sabía aún, el destino había comenzado a tejer un lazo irrompible entre ellos.
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El horizonte de las Almas © ✓
RandomEntre el cielo y el infierno existe una frontera invisible, un horizonte donde la luz se desvanece y la sombra toma su lugar. Dos mundos opuestos, separados por reglas inquebrantables, donde los ángeles viven en la pureza y los demonios en el caos. ...