CAPÍTULO CUATRO: EL COLOR DE LA TRISTEZA

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Nivorys caminaba con un ligero nerviosismo hacia la frontera. El sol apenas había salido, tiñendo el cielo con tonos suaves de rosa y oro, pero para el ángel, el tiempo pasaba lentamente. Cada paso lo acercaba a ese prado donde lo esperaba la promesa de un nuevo encuentro con Xyvolas. Sin embargo, a medida que las horas transcurrían y el sol ascendía en el firmamento, una inquietud comenzó a crecer en su pecho.

Se sentó sobre la hierba, mirando el horizonte en dirección al infierno, esperando ver la silueta de su amigo aparecer corriendo, con esa sonrisa traviesa que siempre lo acompañaba. Pero el tiempo seguía su curso, y Xyvolas no aparecía. Los minutos se transformaron en horas, y la luz del día fue tornándose más intensa, pero Nivorys seguía solo en el prado.

La tristeza fue invadiendo el corazón del ángel. Había esperado tanto este momento, pero ahora, con cada latido, sentía que algo no estaba bien. ¿Qué habría pasado? ¿Por qué no había venido Xyvolas? Las preguntas inundaban su mente, pero ninguna tenía respuesta.

Nivorys se recostó sobre la hierba, observando las nubes. El cielo que antes le traía consuelo ahora parecía distante y vacío. Todo lo que deseaba era volver a ver a su amigo, compartir otro día lleno de risas, colores y promesas.

Por otro lado, en el infierno, la realidad de Xyvolas era mucho más oscura y cruel. Estaba encerrado en su habitación, acurrucado en un rincón, llorando de manera desesperada. La sonrisa que siempre adornaba su rostro estaba completamente destruida, reemplazada por lágrimas amargas y profundas. Apenas podía contener el dolor que lo consumía, el eco de las palabras de su padre seguía resonando en su cabeza, golpeando su alma como si fueran llamas que no podía apagar.

El día anterior, cuando llegó a casa con los dibujos que él y Nivorys habían hecho, su corazón estaba lleno de alegría. Quería mostrarle a su padre las hermosas creaciones, los colores vibrantes que habían llenado el prado y la emoción que había sentido al dibujar con su amigo. Pero en cuanto su padre, el Rey del Infierno, puso los ojos en aquellos papeles, la ira se apoderó de él.

— ¿Qué es esta abominación? —Rugió su padre, su voz resonando en los vastos pasillos de la fortaleza infernal. Su rostro, siempre severo, estaba torcido por el desprecio mientras sostenía los dibujos en sus manos, aplastándolos como si fueran basura.

Xyvolas, con el corazón acelerado, intentó hablar, pero apenas pudo pronunciar palabra cuando su padre lo interrumpió con una furia devastadora.

— ¡Tonterías infantiles! —Exclamó el rey, lanzando los dibujos al suelo como si fueran cenizas.— ¿Colores? ¿Flores? ¡Eres un demonio, no un débil ser celestial! ¿Qué te pasa? ¡Esto es una aberración! ¡Una mancha en el orgullo de nuestra estirpe!

Xyvolas retrocedió, sus ojos grandes y llenos de lágrimas mientras observaba a su padre destruir lo que había sido un día lleno de felicidad.

— Pero... son solo dibujos... —Murmuró Xyvolas, con la voz temblorosa.

— ¡No son solo dibujos! —Su padre se inclinó hacia él, sus ojos encendidos de furia.— ¡Te comportas como un monstruo débil! ¡Un demonio no se rebaja a esto! ¡Colores, flores... no eres un niño cualquiera! Eres el hijo del Rey del Infierno, ¡actúa como tal!

Xyvolas sentía cómo su mundo se rompía en pedazos. Su padre lo había llamado un monstruo, pero no en el sentido de poder o respeto, sino en el sentido de repugnancia. Era la primera vez que veía ese odio dirigido hacia él.

— ¡No mereces llevar mi sangre! —Espetó su padre—. ¡Si sigues con estas tonterías, te haré recordar lo que significa ser un demonio! ¡No habrá lugar para estas debilidades mientras yo sea rey!

Las palabras del rey eran como dagas clavándose en su pecho. Xyvolas quería gritar, quería decirle que no estaba mal lo que había hecho, que esos dibujos eran importantes para él, que los colores que había compartido con Nivorys le habían traído alegría. Pero se sentía demasiado pequeño, demasiado frágil bajo la sombra de su padre. El miedo lo invadía.

— ¡Destruye estos dibujos, Xyvolas! —Ordenó el rey—. ¡Y no vuelvas a traerme algo así nunca más!

Xyvolas cayó de rodillas, incapaz de obedecer. No podía destruir los dibujos que había hecho con Nivorys. No podía destruir los recuerdos de su tiempo juntos, los colores que le habían mostrado una parte del mundo que nunca había conocido.

Su padre, al ver su silencio, soltó un gruñido de disgusto antes de marcharse, dejando a Xyvolas solo, rodeado por los fragmentos de su alegría destrozada.

El joven demonio, al borde de la desesperación, se abrazó a sí mismo, acurrucándose en el rincón más oscuro de su habitación. No podía evitar que las lágrimas cayeran mientras apretaba en sus manos uno de los dibujos que había logrado salvar. Era una flor, la que Nivorys había pintado para él. Una flor tan hermosa como el ángel que la había dibujado.

— Nivorys... —Susurró entre sollozos—. Lo siento... No puedo volver...

Pero el deseo de estar con su amigo, de regresar a la frontera, nunca lo abandonaba. A pesar del dolor, a pesar de las crueles palabras de su padre, Xyvolas seguía aferrado a la promesa que había hecho con Nivorys. Pero el miedo lo mantenía encerrado, prisionero de su propio sufrimiento.

Mientras tanto, en el prado, Nivorys observaba cómo el sol comenzaba a bajar lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo con tonos de naranja y violeta. Suspiró, sintiendo una tristeza que no podía explicar. Se levantó, recogiendo las acuarelas y los papeles que había llevado consigo, y dio una última mirada hacia la frontera. Su corazón estaba inquieto, pero sabía que debía regresar a casa.

Aún así, mientras se alejaba del prado, no podía dejar de pensar en Xyvolas. Algo le decía que su amigo estaba en problemas. Pero la promesa seguía viva en su pecho, y Nivorys no podía dejar de soñar con el día en que volverían a encontrarse.

— Mañana... —Susurró para sí mismo, con la esperanza de que su promesa aún se cumpliera—. Mañana volverá.

El horizonte de las Almas © ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora