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Hacía un mes que todo había cambiado. Cuatro semanas. 28 días. La noche de mi cumpleaños fue fatídica en muchos aspectos. Y también mágica.
Sé que suena cursi pero cuando le pedí un regalo a Edward, un único regalo, sabía lo que estaba pidiendo. Sólo quería un momento con él, uno íntimo.
Había escuchado muchas cosas del sexo. Principalmente de mi madre, la cual pasó por una fase en la que estaba terriblemente preocupada de que me quedara embarazada cuando tenía alrededor de quince años.
Era como si no se hubiera dado cuenta de que yo no era precisamente una mariposa social como ella. Aún así me armé de paciencia y aguanté hasta que se le pasó.
Lo bueno de Charlie era que él no daba discursos de ese tipo, en su lugar tenía a Ángela y Jessica. La primera, un poco más tímida, la segunda ahondando en detalles que de verdad, de verdad, no quería saber de Mike.
Pero supe que nada se comparaba con lo que viví con Edward. Era como si mi alma y mi cuerpo estuvieran hechos para encajar con él.
O, al menos, eso creía.
Hasta que me corté el dedo en la maldita fiesta de cumpleaños.
Hasta que me dejó argumentando que no me quería. Que ya había obtenido todo lo que deseaba de mí.
¿Qué era lo que deseaba? ¿Mi cuerpo? ¿Mi corazón? ¿Mi alma? Porque todo era suyo.
Y durante cuatro semanas estuve en una especie de trance, esperando que el agujero que sentía en el pecho se hiciera lo suficientemente grande como para devorarme.
Hasta que un día todo cambió.
Y me encontré a mí misma sentada sobre la taza del inodoro de nuestro único baño mirando una prueba de embarazo con dos líneas. Dos malditas líneas.