𝐒𝐎𝐑𝐂𝐄𝐑𝐄𝐒𝐒 | ❛El joven hechicero de la muerte, niño querido de Valyria❜
Los dioses de Valyria presenciaron el ocaso de la dinastía Targaryen. No iban a permitir su fin. Para evitarlo, se llevaron a uno de los principales pilares de esta danz...
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El hedor a muerte se aferraba a la habitación, impregnando el aire con una pesada carga de descomposición. La oscuridad era densa, envolvente, y aunque Aemond siempre había encontrado en ella un refugio, esta vez parecía una sombra distinta, cargada de una amenaza silenciosa. Un aroma acre, como el de la carne podrida, flotaba en el ambiente, y por primera vez en años, Aemond sintió que la penumbra, su vieja aliada, había traicionado su naturaleza. Estaba infestada de podredumbre, como si los dioses mismos hubiesen dictado un castigo insalvable al moribundo rey.
Había un tiempo en que la oscuridad había sido su cómplice, el lugar donde se ocultaba de su hermano, de sus sobrinos y de un mundo que nunca lo entendió. Ahí, entre las sombras, había descubierto la historia perdida de su linaje, el conocimiento prohibido que ahora corría por su sangre. Pero la negrura que cubría la estancia de su padre tenía otro matiz, una pesadez que lo hacía dudar de si el rey, en su agonía, no estaba ya más allá del juicio de los dioses, como un castigo divino en el que su alma marchita comenzaba a pudrirse antes de tiempo. Quizá, pensó, los dioses no estaban satisfechos. Quizá nunca lo estuvieron.
Aún así, Aemond se dejó caer en la silla junto a la cama del rey, su gesto era una mezcla de desdén y un orgullo mal contenido. Sabía que era su poder, su propia magia, lo que mantenía a ese hombre débil aferrado a la vida, lo justo para que sus ojos púrpura pudieran seguir viéndolo. Viserys, consumido por la enfermedad, apenas tenía fuerzas para levantar la mano, y cuando lo hizo, Aemond lo tomó con una frialdad que bordeaba el desinterés, asegurándose de evitar las úlceras que cubrían la piel del anciano.
—Hijo mío... —murmuró Viserys, su voz quebrada como una hoja seca bajo el peso del viento. Detrás de Aemond, escuchó el sutil pero nervioso suspiro de su madre. Alicent, siempre temerosa, siempre observando.
—Padre —respondió, entre dientes, su tono gélido traicionando el desinterés que trataba de disimular. Sabía bien que aquel saco de huesos frente a él no se preocupaba realmente por su bienestar. Sus palabras eran tan huecas como los huecos ojos del cráneo de un dragón muerto hace siglos.
Viserys parpadeó, sus pupilas aún teñidas de ese lila marchito, intentando enfocar la belleza andrógina de su hijo perdido, su piel pálida y cabellos plateados reluciendo bajo la tenue luz. —Has vuelto más hermoso, Aemond —dijo el rey con una mezcla de asombro y dolor, como si cada palabra costara tanto como un latido más de su debilitado corazón—. ¿Dónde estuviste? Tu madre y hermanos temieron por ti...
Aemond arqueó una ceja, su mirada deslizándose con desdén hacia su media hermana Rhaenyra, que lo observaba desde el otro lado de la sala con fuego en los ojos. No pudo evitar una carcajada suave, burlona, volviendo luego a mirar al rey. No tenía razón para mentir, para ocultar lo que todos debían saber. Su ausencia no era pecado. No para él.
—Valyria fue mi hogar —respondió con calma, y cuando sintió la agitación a su alrededor, apenas reaccionó, deleitándose en la expresión de sorpresa que se dibujaba en el rostro demacrado de su padre—. Pero no me disculparé por mi partida, pues jamás he sido necesario en este lugar.