El castillo respiraba una tensión palpable, como si cada piedra en sus muros hubiera absorbido los siglos de traiciones y secretos que allí se gestaban. Los sirvientes apenas osaban alzar la vista cuando él pasaba, como sombras temblorosas que se apartaban del camino de una tormenta silenciosa. Pero Aemond caminaba con una calma imperturbable, el sonido de sus pasos resonando en los pasillos como un eco lejano, recordatorio de algo que se avecinaba. A su lado, su madre, Alicent, y Rhaenyra, su media hermana, avanzaban como reinas enemigas, cada una con su séquito de perros fieles, pero él se mantenía distante, en su propio reino de sombras.—Es un honor tenerte de vuelta, hermano —dijo Rhaenyra, la voz dulce, pero con una leve grieta que delataba algo más oscuro, un resentimiento escondido tras la máscara de cortesía.
Aemond no respondió, o al menos no del todo. Asintió levemente, sin desviar la mirada, su sonrisa torcida apenas visible, una burla silenciosa que solo aquellos con oídos afilados podrían percibir. Sentía el veneno del enojo de su hermana como un perfume amargo, un recordatorio de que el poder que ella creía tener no era más que una ilusión que pronto se desmoronaría.
—Mi hermano ha crecido tanto... y se ha vuelto una verdadera joya para la vista —la voz de Aegon resonó desde atrás, teñida de burla, pero con un dejo de admiración que él mismo probablemente no entendía del todo. Aemond reprimió el impulso de rodar los ojos; conocía demasiado bien las mañas de su hermano mayor, pero algo en él disfrutaba del cumplido, por más insidioso que fuera—. Me pregunto qué lord lo suficientemente rico habrá gozado de su... compañía.
La última palabra fue un susurro cargado de intención, como una daga clavándose en la atmósfera. Un insulto disfrazado de curiosidad.
—No digas estupideces, Aegon —intervino Alicent, su tono impregnado de nerviosismo. El tacto suave de su mano sobre el brazo de Aemond era una súplica silenciosa, como si intentara retenerlo en un pasado que ya no le pertenecía. Aemond la miró por un breve instante y ella forzó una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Vamos a ver a tu padre. Ha pedido verte en cuanto llegaras.
Aemond asintió, sin palabra alguna, y continuó caminando. El peso del castillo y sus intrigas se cernía sobre él, como una tormenta que amenazaba con desatarse en cualquier momento. Pero lo que realmente le incomodaba era la mirada fija de Lucerys, el segundo bastardo de Rhaenyra. Sus ojos seguían cada movimiento de Aemond con una intensidad perturbadora, una obsesión que él aún no podía descifrar por completo.
No te equivoques, a Aemond siempre le había gustado la atención. Disfrutaba de las miradas deseosas de Daeron y Davos, del temor reverente que despertaba en su madre, incluso del afecto tibio de su hermana Helaena. Pero lo que Lucerys le ofrecía era diferente. Era algo que rozaba los límites de lo comprensible, algo más profundo y oscuro. Una especie de fascinación malsana que lo hacía sentir como si estuviera siendo diseccionado con cada mirada.
Agradecía, sin embargo, que de todos los vástagos de Rhaenyra, solo Lucerys estuviera presente. La astucia de su media hermana la había llevado a no traer a sus otros hijos, pero sí había traído a sus hijastras, como piezas estratégicas en un tablero que ella creía controlar. Y, por supuesto, también había traído al idiota de su marido, Daemon.
Pero llamarlo idiota era subestimarlo. Aemond sabía, mejor que nadie, que su tío era cualquier cosa menos un necio. Daemon era un peón fuerte en este juego de sombras, uno cuya mirada afilada lo seguía con la misma intensidad que la de su hijastro. Había algo calculador en esos ojos violetas, algo que despertaba una curiosidad primitiva en Aemond. Sabía que su familia intentaría atraerlo hacia un lado u otro, usando cualquier medio necesario para asegurar su lealtad. Pero lo que ellos no entendían, lo que ninguno de ellos alcanzaba a comprender, era que Aemond ya no era un simple peón en su juego.
Él era el juego.
Había algo en él, algo que su propia sangre de dragón no podía ignorar. Era como una llamada ancestral, un canto olvidado que resonaba en lo profundo de sus venas, despertando los ecos de los antiguos dragones. Aemond había visto cosas, cosas que nadie más podía comprender, cosas que lo separaban de los mortales que lo rodeaban. Y esa oscuridad que lo envolvía como un manto era a la vez su condena y su poder.
Mientras avanzaba por los fríos pasillos de la fortaleza, cada paso que daba lo conectaba con algo más allá de este mundo, algo que sus ancestros habían dejado tras de sí. Sentía el peso de siglos de secretos oscuros, de promesas rotas y deseos insatisfechos, como si cada piedra del castillo le susurrara historias de traición y sangre. El aire estaba cargado de ese aroma metálico, de ese hálito sombrío que solo aquellos con una verdadera conexión con el fuego y la sangre podían sentir.
La mirada de Daemon seguía pesando sobre él, pero Aemond no se inmutó. Sabía lo que su tío deseaba, aunque las palabras no se hubieran dicho. Sabía que Daemon también podía sentir esa diferencia, esa chispa que lo hacía más que un simple Targaryen. Pero a diferencia de los demás, Daemon no lo temía. Lo deseaba. Deseaba entenderlo, quizás dominarlo, quizás destruirlo. Pero Aemond era más que una simple fuerza que podía ser controlada.
Aemond sabía lo que tenía, ese "algo" que ni siquiera el dragón más antiguo podía domar. Era el fuego en su forma más pura, indomable, incontrolable. Lo había aprendido en sus sueños oscuros, en los susurros de sus antepasados muertos que lo visitaban en las noches de tormenta. Le habían mostrado lo que realmente era, y lo que podría llegar a ser si tan solo abrazaba esa oscuridad que había en su interior.
Llegaron finalmente ante las puertas de los aposentos del rey, y el ambiente se tensó aún más. Podía sentir la mirada de Lucerys todavía fija en él, la de su madre, la de su abuelo y la de todos los demás, esa maldita obsesión que lo seguía como una sombra hambrienta. Aemond se detuvo un instante, permitiéndose un segundo de silencio, de anticipación. Sabía que lo que le esperaba dentro de esa sala era más que un simple reencuentro familiar. Era una prueba, un enfrentamiento que definiría no solo su lugar en esa familia, sino su destino.
Los guardias a los lados simplemente abrieron las puertas, y lo que lo recibió fue una oscura habitación, llena de un putrefacto olor a enfermedad y muerte. Aemond por un momento quiso reír, parece que Balerion le había puesto más manos encima al pobre y débil rey.
Al entrar, los ojos de su padre lo recibieron, apagados, pero aún conscientes de la magnitud del poder que fluía en la habitación. Aemond sabía que no había marcha atrás. El juego había comenzado hacía mucho, pero ahora, con su regreso, las piezas se estaban moviendo hacia una conclusión inevitable.
Y Aemond estaba listo.
Fue algo corto, ya que
el próximo se tiene pensado
profundizar en varios aspectos
a Aemond. No digo más,
porque como se pueden dar
cuenta, aún tengo que actualizar
las demás.Pero como siempre,
Un besito 💋.
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- ̗̀↳𝐒𝐎𝐑𝐂𝐄𝐑𝐄𝐒𝐒¡! House of the dragon
Fanfiction𝐒𝐎𝐑𝐂𝐄𝐑𝐄𝐒𝐒 | ❛El joven hechicero de la muerte, niño querido de Valyria❜ Los dioses de Valyria presenciaron el ocaso de la dinastía Targaryen. No iban a permitir su fin. Para evitarlo, se llevaron a uno de los principales pilares de esta danz...