El resto del trayecto que se me antojó eterno, lo pasamos, él en su lado hablando y dando órdenes por su teléfono, y yo en el mío fastidiada extrañando mi cama y mi almohada. A medida que avanzamos por las calles y poco a poco nos desviamos de la avenida principal para adentrarnos en una vía que parecía conducirnos por un remoto paraje hacia las afueras de la ciudad, ya me voy haciendo ideas locas en la cabeza sobre ir en un auto con un psicópata. No reconozco a dónde vamos. No tengo mucho de estar viviendo en Vernon, por lo que empiezo a sentir un poco de miedo y a mirarlo por sobre mi hombro por el rabillo de mi ojo con mucha desconfianza.
A juzgar por la tensión palpable en el reducido espacio del auto. El desequilibrio de la moda es evidente entre los dos. Mientras él luce un impecable traje azul rey de lo último de nuestra línea masculina, yo, visto un pijama extraído del fondo de mi ropero, y agravándolo con un par de pantuflas del tipo que usaría mi abuela. Sea a donde fuere que nos llevara, estaba tentada a no salir del auto, así amenazara con contarle todo a mi jefa.
Rato después el auto se detiene frente a un enorme portón metálico, replegando todos mis pensamientos para agravarlos más. Este se abre ante un aviso del conductor, y lentamente atravesamos las puertas hasta aparcar dentro de lo que parece un enorme condominio. La puerta del lado de Christian es abierta por su conductor y él desciende. Quizás espera que haga lo mismo, por lo que se inclina hacia mí.
—¿No piensa bajar?
Su pregunta es tan indulgente como su tono. «Cálmate, no pierdas los estribos», recito mi mantra.
—¿Dónde estamos? ¿No pretenderá que salga así?
Vuelvo sobre mi precaria apariencia.
—Así la saqué de su casa y sí hubiera estado inconforme, créame que la habría devuelto. ¿Cuál es el problema? —espeta.
Su mandíbula se aprieta en un gesto que no admite ninguna discrepancia con lo expuesto. Su explicación aparenta ser razonable, y en cierto sentido tiene razón. Quien en su sano juicio saca a alguien en pijamas y en pantuflas de su casa; a menos que... esté extremadamente... interesado.
«En tus sueños más mojados» me abofetea la voz interna en mi cabeza, y la sola presunción hace que me remueva incómoda. ¿Por qué estoy pensando en sueños mojados?
—¿Y bien? —inquiere levantando una ceja, e increíblemente extendiéndome su mano.
Un gesto que se me antoja ahora caballeroso, aunque no sea su intención primaria. Se ve tan sensual que tengo que regañarme por pensarlo y por estar pensando estupideces. Debe ser la falta de sueño. Su blanca mano de dedos largos se ve tan linda y sus uñas tan cuidadas que me avergüenzo de las mías, y tengo que armarme de valor para tomarla.
—Está bien —resuelvo finalmente, y no es qué tuviera otra opción.
La tomo antes que se arrepienta, y solo esperaba que no la retirara por mi renuencia, así que venciendo mis prejuicios no me queda más que bajar del auto. El suave contacto dura tan poco que me preocupa que piense que está sucia, y solo lo suficiente para ayudarme a salir e incorporarme de pie. Al levantar mi cabeza y percatarme de en dónde estamos, no puedo evitar emocionarme con el jardín florido a mi alrededor.
The Garden Spa, figura un letrero en lo alto de la entrada, haciendo iluminar mis ojos.
—Bienvenido señor, Delacroix.
Una mujer un poco mayor, pero no lo suficiente para considerarla una anciana se presenta ante nosotros y le da la bienvenida. Al tiempo que interrumpe mi euforia por el descubrimiento del lugar.
—Gracias, —corresponde educado, seguido me señala—. Ella es la nueva señorita Equis —enuncia de forma literal desinflándome—, la chica de la que te hablé, y de la cual espero tener los mejores resultados.
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El juego del millonario
RomanceAlessia Donovan trabaja de día como vendedora en una tienda de ropa para hombres, y en las noches se esfuerza por sacar adelante sus estudios de administración en la universidad. Todo va relativamente bien en su agitada vida hasta que tiene la fortu...