| El inicio
La tarde se deslizaba suavemente sobre la ciudad, tiñendo el cielo de tonos dorados y naranjas. Mientras caminaba por las calles, me sentía como una mariposa en un jardín de flores; vestía una blusa de seda color lavanda que caía con gracia sobre mis hombros y una falda corta de un rosa pálido que dejaba entrever un poco más de piel de lo que mis padres habrían aprobado. Mis elecciones de ropa siempre habían sido una mezcla de inocencia y provocación, un juego que disfrutaba. A simple vista, parecía que vestía para atraer miradas, pero en el fondo, era solo una forma de expresar mi personalidad sarcástica y carismática.A pesar de mi apariencia, nunca fui la chica que se dejaba llevar por las convenciones. Mis padres eran creyentes, sí, pero nunca me empujaron a ser parte de una religión estricta. Eso significaba que no tenía que lidiar con la presión de ser "perfecta" o temer al infierno por mis elecciones. En cambio, siempre había sentido un desdén por aquellos religiosos intensos, los que te señalaban como "pecador" si no seguías sus reglas al pie de la letra. Para mí, esos eran los verdaderos pecadores.
Sin embargo, esa tarde decidí que quería hacer algo diferente. Quizás era la curiosidad o el deseo de experimentar algo nuevo lo que me llevó a la iglesia del barrio. No era un lugar al que asistiera con frecuencia; de hecho, era mi primera vez en mucho tiempo. La idea de confesarme me parecía absurda, pero había algo en mi interior que me decía que podía liberar un poco de la carga que llevaba.
Al entrar, el aire fresco y el aroma a cera me envolvieron. La iglesia estaba decorada con colores suaves y la luz del sol se filtraba a través de los vitrales, creando un ambiente casi místico. Me sentí un poco fuera de lugar entre familias y ancianos que llenaban las bancas, pero avancé con determinación hacia el altar. Aún no sabía qué esperaba encontrar allí.
Me senté junto a una señora mayor que parecía sumida en sus pensamientos. Con curiosidad, le pregunté:
—Disculpe, ¿cómo se llama el padre?
La señora me miró con una sonrisa cálida y respondió:
—Es el padre Charlie. Es un buen hombre.
Mis ojos se dirigieron hacia el altar, donde vi al padre Charlie por primera vez. Su cabello castaño oscuro estaba perfectamente peinado hacia atrás, y su traje negro contrastaba con la larga estola blanca que llevaba, adornada con una cruz roja a cada lado. Me quedé hipnotizada mientras él estaba sentado, apoyando una mano en los labios con una expresión pensativa. Su mirada penetrante e intensa me ponía los pelos de punta; había algo en él que me atraía irresistiblemente.
Finalmente, se levantó y comenzó a hablar. Su voz resonaba con una calma sorprendente mientras compartía palabras sobre el perdón y la redención. Cada palabra parecía tocar mi alma, y aunque sabía que estaba cruzando una línea peligrosa al sentirme así, no podía evitarlo. El tiempo se desvanecía mientras lo admiraba desde mi asiento, atrapada en ese momento.
Cuando sus ojos recorrieron la congregación y se encontraron brevemente con los míos, sentí un escalofrío recorrerme. Era como si pudiera ver más allá de la fachada que había construido.
Con el corazón acelerado y una mezcla de miedo y emoción en el estómago, inhalé profundamente y supe que debía dar el siguiente paso.
Decidí dirigirme al confesionario, sintiendo cómo la adrenalina corría por mis venas. El cubículo era pequeño y oscuro, con un aire de misterio que me hizo sentir un escalofrío. Cuando entré, la atmósfera cambió; estaba sola con mis pensamientos y mis secretos.
—Adelante —dijo el padre Charlie desde el otro lado del panel, su voz suave y calmada.
Tomé aire y entré al cubículo. Cuando me senté frente a él, nuestras miradas se encontraron por primera vez en un silencio electrizante. Su expresión era seria pero comprensiva.
—Hola —logré decir, tratando de mantener la compostura mientras mi corazón latía con fuerza.
—Hola —respondió él con esa sonrisa genuina que me hizo sentir como si estuviera en un sueño—. ¿Qué te trae aquí hoy?
Las palabras luchaban por salir. Sabía que debía confesar mis pecados, pero todo lo que podía pensar era en lo atractivo que era él. Finalmente encontré la voz para hablar.
—Quería... quería confesar algunas cosas —dije, sintiendo cómo el rubor me subía por las mejillas.
A medida que compartía mis pensamientos más oscuros y secretos ocultos, me di cuenta de que este momento podría ser más liberador de lo que jamás había imaginado. Pero también sabía que estaba cruzando una línea peligrosa; una línea entre la inocencia y la tentación del pecado. Y aunque no sabía cómo terminaría esta historia, había algo en su mirada que me decía que este sería solo el comienzo.
Con el corazón acelerado y una mezcla de miedo y emoción en el estómago, inhalé profundamente antes de comenzar a hablar.
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