▎Capítulo 3: La Chica Sin NombreLa luz del sol se filtraba a través de las ventanas de mi habitación, pero no lograba calentar el frío que había comenzado a apoderarse de mi. Era sábado, y ya había pasado una semana desde la última vez que vi a esa chica. Su ausencia se sentía como un eco vacío, resonando en cada rincón de mi mente. La misa del domingo se acercaba rápidamente, pero mis pensamientos estaban atrapados en un ciclo interminable de recuerdos sobre ella.
No podía sacarme de la cabeza su cabello dorado, brillante como el oro en la tenue luz del confesionario. Recordaba cómo caía suavemente sobre sus hombros, enmarcando su rostro con una belleza que parecía casi etérea. Su voz, suave y dulce, aún resonaba en mis oídos, llenando el silencio de mi habitación con ecos de una conversación que nunca debió haber sucedido.
—¿Por qué siempre tiene que ser tan correcto? —me había preguntado, y su tono desafiaba mis convicciones de una manera que no podía ignorar.
Era un dilema que me atormentaba. Sabía que debía mantener la distancia, que debía resistir la tentación de dejarme llevar por esos sentimientos prohibidos. Pero cada vez que pensaba en ella, una ola de deseo me abrumaba. Y más me esforzaba por evitarla, más intensa se volvía la atracción que sentía.
Me levanté de la cama y empecé a caminar por la habitación, tratando de despejar mi mente. Las paredes tenían imágenes religiosas, pero ninguna de ellas me ofrecía el consuelo que buscaba. En lugar de eso, cada paso que daba me recordaba lo lejos que estaba de encontrar la paz.
El recuerdo de su atuendo me golpeó con fuerza. Era lindo y tierno, pero al mismo tiempo provocativo, un juego sutil entre lo inocente y lo seductor. Me preguntaba si lo hacía a propósito. ¿Era consciente del efecto que causo en mí? La idea de su presencia me llenaba de confusión; cada detalle, desde su risa hasta la forma en que sus ojos brillaban en la oscuridad del confesionario, me dejaba sin aliento.
Me detuve frente al espejo, observando mi reflejo. La culpa y el deseo luchaban por el control en mi interior. ¿Cómo había llegado a este punto? ¿Cómo podía una joven desconocida haber desatado en mí un torbellino de emociones tan intensas? La lucha entre el deber y el deseo era una batalla que no podía ganar solo con oración.
Con un suspiro profundo, volví a arrodillarme frente al altar improvisado en mi habitación. Cerré los ojos con fuerza, intentando encontrar consuelo en la oración. "Señor", murmuré, "perdóname por mis pensamientos impuros". Mis manos temblaban mientras sostenía el rosario entre mis dedos.
Pero incluso mientras rezaba, sabía que mis palabras sonaban vacías. La imagen de la rubia seguía acechando mis pensamientos como un espectro ineludible. No podía evitar recordar su sonrisa traviesa y cómo su mirada parecía penetrar en mi alma. Era como si hubiera abierto una puerta dentro de mí que había estado cerrada durante años.
La noche anterior había sido especialmente difícil. Me había acostado pensando en ella, y a medida que la oscuridad se cernía sobre mí, mis pensamientos se tornaron más oscuros. Había intentado distraerme con lecturas y oraciones, pero cada página parecía recordarme su ausencia. La tentación de dejarme llevar por esos pensamientos era abrumadora.
—¿Por qué no ha venido hoy? —murmuré para mí mismo, sintiendo una punzada en el pecho. La preocupación se mezclaba con el deseo; ¿acaso estaba bien preocuparse por alguien así? Sabía que no debía sentir nada por ella, pero cada día sin verla se hacía más difícil.
La misa del domingo se acercaba rápidamente y la idea de enfrentar a la congregación sin poder sacarla de mi mente me llenaba de ansiedad. ¿Cómo podría predicar sobre la santidad cuando mi mente estaba dividida? La lucha interna se intensificaba con cada minuto que pasaba.