Capítulo Ocho

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Cuando Fluke se despertó, por un momento no supo dónde estaba. Y entonces recordó todo lo ocurrido la noche anterior, y luego se acordó de Jax y miró hacia la pared donde estaban los monitores de vigilancia de circuito cerrado para comprobar si la pequeña seguía en su cama, pero todas las pantallas estaban apagadas.

Se levantó de la cama presa del pánico, agarró la primera prenda de vestir que encontró – una camiseta de Ohm–, se la metió por la cabeza y volvió corriendo a su dormitorio. Las cortinas estaban descorridas y la luz del sol entraba a raudales por los altos ventanales, pero cuando entró en el vestidor se encontró vacía la camita de Jax.

Intentó calmarse, diciéndose que a Jax no podía ocurrirle nada malo estando allí.

Probablemente estaba con Orla, la niñera. Seguro que estaban en alguna parte del castillo, jugando, pero hasta que no comprobara con sus propios ojos que su hija estaba bien no se quedaría tranquilo.

Se puso unos pantalones cortos y unas manoletinas, salió de la habitación y bajó las escaleras a toda prisa. Fue al estudio de Ohm, pero no lo encontró allí. No se oía ni una mosca. ¿Dónde estaba?

¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Se habría ido Ohm con Jax dejándolo allí solo?

Se dirigió a la cocina del castillo. Allí hacía un calor muy agradable y olía a levadura. Había una mujer inclinada sobre la isleta, amasando algo con las manos. Al oírlo entrar se limpió las manos en un paño y se giró hacia él.

–Hola. ¿Necesita alguna cosa?

–Estoy buscando a mi hija –le dijo Fluke–; no la encuentro.

–Ah, la niña está con el señor Thitiwat –respondió la mujer, abriendo la puerta del horno para sacar una bandeja colmada de bollitos y la colocó sobre la encimera–. Están fuera, en el jardín –le señaló una puerta con la cabeza–. Puede salir por ahí.

–Gracias.

Fluke salió y se paró en seco al doblar la esquina. Allí, entre los setos y la huerta de hierbas aromáticas había una mesita de madera pintada de azul con dos sillitas a juego. Un delicado mantel de encaje cubría la mesita y en una de las sillas estaba sentada Jax, con una tiara en la cabeza, mientras que en la otra estaba sentado Ohm, que parecía un gigantón en aquella sillita. Sostenía una tacita de porcelana y Jax lo imitó, tomando la suya con una sonrisa de oreja a oreja.

A Fluke se le cortó el aliento. Nunca había visto a su hija mirar a nadie de esa manera; ni siquiera a Joe, aunque lo adoraba. Se fijó en que sobre la mesa había también una jarrita con un ramillete de pensamientos morados y una fuente de cupcakes con distintas coberturas y otra de bollitos.

Alguien se había esmerado en preparar aquel juego. ¿Habría sido cosa de Orla? Sin embargo, el modo algo descuidado en que el ramillete de pensamientos había sido colocado en la jarrita le hizo pensar que no lo había hecho la niñera, sino otra persona...

Posó sus ojos en Ohm, que estaba sonriendo a la pequeña con una expresión cálida y protectora. Incluso se diría que la miraba con adoración. A Fluke los ojos se le habían llenado de lágrimas y casi no podía respirar por las emociones contradictorias que lo inundaban.

Jax, que estaba sirviéndole más té a Ohm, pareció percatarse de su presencia en ese momento, porque giró la cabeza, y al verlo dejó la pequeña tetera en la mesa y lo saludó agitando el brazo.

–¡Hola, Papi!

–¡Hola, preciosa! –contestó Fluke, parpadeando para contener las lágrimas y que su hija no lo viera lloroso.

–¡Estamos celebrando una fiesta! –le gritó la niña–. ¡Y soy una princesa! –añadió, llevándose la mano a la cabeza para colocarse bien la tiara.

Riesgo y pasión Donde viven las historias. Descúbrelo ahora