Capítulo Doce: Sombras del Pasado

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15 de marzo: Medici Tower

Cerebella sentía que su corazón latía tan fuerte que temía que Beowulf pudiera escucharlo. Nunca había estado tan cerca de él. Mientras danzaban, apenas lograba concentrarse en sus propios pasos; en su mente resonaban mil preguntas, y las palabras de Eliza seguían rondándola: "Cuando descubras quién es realmente Beowulf, dudo que sigas queriéndolo...".

No entendía a qué se refería Eliza, pero la curiosidad la consumía poco a poco. Intentaba reprimir esos pensamientos, pero había algo en la mirada profunda de Beowulf que la hacía cuestionarse si realmente conocía al hombre que ahora la sostenía con tanta naturalidad.

—¿Quién es Beowulf en realidad? —se preguntó en silencio mientras bailaban, observando la manera en que su cabello estaba peinado, incapaz de apartar la mirada de sus labios.

—¿Estás bien? —preguntó Beowulf, su tono suave rompiendo sus pensamientos y desconcertándola.

—Sí, sí, claro... —respondió rápidamente, tartamudeando mientras intentaba mantener la compostura.

A medida que la música avanzaba, una inquietud latente comenzaba a instalarse en su pecho. Antes de que pudiera descifrar esa sensación, el ritmo cambió a uno más lento y envolvente. Su corazón pareció calmarse por un instante. Beowulf se inclinó un poco más hacia ella, y la mano que reposaba en su cintura descendió hasta su espalda baja, acercándola aún más. La calidez de su contacto la envolvía, y una corriente eléctrica recorrió su cuerpo. Su corazón volvió a acelerarse con fuerza, tanto que apenas lograba respirar con normalidad. Sin darse cuenta, una sonrisa tonta y nerviosa asomó en sus labios.

—¿Dios mío, qué debo hacer? —gritó internamente, mientras una idea inesperada e inquietante se colaba en su mente: ¿Acaso querrá besarme?

El pensamiento la aterrorizó, haciéndola sudar frío. A pesar de su actitud coqueta, la verdad era que Cerebella nunca había besado a un hombre ni había tenido una relación. Su vida entera había girado en torno al circo y a los Medici. Y ahora, en ese instante, se encontraba atrapada entre la seguridad de ese mundo conocido y la vertiginosa posibilidad de algo completamente nuevo y desconocido.

Aunque los nervios aún la sacudían, una oleada de emoción la invadió. Ni siquiera entendía cómo había pasado de apenas conocer al famoso Beowulf a compartir un baile lento en una fiesta lujosa de los Medici, rodeada de magnates y millonarios. Sin darse cuenta, se dejó llevar.

La última nota de la canción se desvaneció, dejando a Beowulf y Cerebella inmóviles en medio de la pista, rodeados por una atmósfera que vibraba con una intensidad invisible. Ambos se detuvieron, apenas separados, aún respirando en sincronía. Los ojos de Cerebella brillaban con algo más que el reflejo de las luces, y Beowulf, acostumbrado a ver pasión en la arena, experimentó algo inusual: era extraño, pero no del todo incómodo.

—Gracias por el baile —murmuró Cerebella, bajando la mirada mientras un rubor sutil se extendía por sus mejillas, sus dedos aún entrelazados con los de él.

Beowulf esbozó una sonrisa suave, y con un tono sincero, respondió:

—¿Solo por el baile?

La pregunta, cargada de un matiz inesperado, la dejó sin palabras. Pero, de pronto, la expresión de Beowulf cambió drásticamente. Una sombra de tensión cruzó su rostro, sus músculos se tensaron y su mirada se endureció, como si una amenaza invisible lo hubiera paralizado.

Antes de que ella pudiera reaccionar, una figura atravesó el umbral del salón. Eliza, alta y enigmática, avanzaba con la gracia de quien disfruta ser el centro de atención. Con cada paso, sus ojos se clavaban en Beowulf, registrando cada pequeño cambio en su expresión. Él soltó la mano de Cerebella de inmediato, su semblante endurecido mientras Eliza mantenía una sonrisa afilada.

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