El campamento Narzci se extendía ante ellos como una cicatriz metálica en la piel de la selva. Estructuras angulares, construidas con una eficiencia fría y despiadada, se alzaban entre la vegetación, una muestra de la superioridad tecnológica de los Narzcis. Aleksh, con las manos atadas a la espalda, observaba con una mezcla de fascinación y horror. Nunca había imaginado un lugar tan ajeno a la humanidad.
Tser, a su lado, caminaba con la cabeza alta, su cuerpo debilitado por la herida y el cansancio, pero su espíritu indomable. Sus ojos violetas, antes brillantes y llenos de vida, ahora parecían apagados, como dos estrellas a punto de extinguirse.
Los Narzcis los condujeron a través de un laberinto de pasillos metálicos, iluminados por una luz fría y azulada que emanaba de las paredes. El aire, denso y cargado con un olor extraño, una mezcla de metal caliente y aceite, hacía que Aleksh le costara respirar.
—Aquí —dijo uno de los Narzcis, deteniéndose frente a una puerta metálica—. Esperarán aquí el juicio.
La celda era pequeña y austera, con paredes metálicas y un suelo de rejilla que vibraba con el zumbido constante de la maquinaria Narzci. Una única luz, suspendida del techo, proyectaba sombras alargadas y amenazantes. No había ventanas, ni muebles, solo un banco metálico adosado a la pared.
Tser se desplomó en el banco, su cuerpo temblando de frío y agotamiento. Aleksh se arrodilló a su lado, intentando reconfortarla con su presencia.
—Todo estará bien —dijo, aunque las palabras sonaban huecas incluso para él. Sabía que estaban en un grave peligro. Los Narzcis no eran conocidos por su clemencia.
—No te engañes, Aleksh —dijo Tser, su voz débil—. Sabes lo que nos espera.
Aleksh no respondió. No podía soportar la idea de perder a Tser, la única persona que había logrado atravesar la armadura que él había construido alrededor de su corazón. Pero la realidad era innegable. Estaban a merced de una raza que no conocía la compasión.
Los días que siguieron se convirtieron en una tortura lenta e implacable. El silencio de la celda, roto solo por el zumbido de la maquinaria Narzci, se les clavaba en la mente como un taladro. La comida, escasa y sin sabor, apenas les daba fuerzas para sobrevivir.
Tser, su herida infectada, se debilitaba con cada hora que pasaba. Aleksh, desesperado, intentó curarla con los pocos recursos que tenía, pero sabía que necesitaba atención médica urgente. Sin embargo, sus súplicas a los guardias Narzci fueron recibidas con indiferencia. Para ellos, los humanos no eran más que objetos, piezas de un juego macabro.
—Aleksh —susurró Tser una noche, su voz apenas audible—. Necesito… decirte algo.
Aleksh se acercó a ella, su corazón latiendo con fuerza.
—Dime —dijo, tomando su mano fría y temblorosa entre las suyas.
—Los Narzcis… no son lo que piensas —dijo Tser, con un esfuerzo sobrehumano—. No son… monstruos.
Aleksh la miró con incredulidad.
—Pero… los hemos visto matar. Los hemos visto destruir.
—Hay… una verdad… que no te han contado —dijo Tser, su voz cada vez más débil—. Los Narzcis… son… víctimas… de una guerra… que no eligieron.
Aleksh no entendía. Las palabras de Tser le parecían delirios, producto de la fiebre que la consumía.
—Descansa, Tser —dijo, acariciando su cabello—. Guarda tus fuerzas.
Pero Tser lo aferró con una fuerza inesperada.
—Prométeme… que escucharás… la verdad —dijo, su voz un susurro agonizante.
—Te lo prometo —dijo Aleksh, aunque no estaba seguro de a qué se estaba comprometiendo.
Tser sonrió débilmente, una sombra de su antigua alegría brillando en sus ojos violetas. Y luego, su cuerpo se relajó, su mano se aflojó en la de Aleksh. Su mirada se fijó en un punto lejano, como si estuviera viendo algo que Aleksh no podía percibir.
—Tser —dijo Aleksh, su voz llena de pánico—. Tser, responde.
Pero Tser ya no lo escuchaba. Su viaje en este mundo había llegado a su fin. El último vagón del tren de su vida la había llevado a un destino desconocido.
Aleksh, con el corazón destrozado, la abrazó con fuerza, sus lágrimas cayendo sobre su rostro frío. Se quedó allí, acurrucado junto a ella, hasta que la luz de la celda se apagó, sumiéndolos en una oscuridad absoluta.
Esa misma noche, dos guardias Narzcis entraron en la celda. Sin decir palabra, lo sacaron a rastras, sus movimientos bruscos y eficientes. Lo condujeron por los pasillos metálicos, el sonido de sus botas resonando en el silencio sepulcral.
Lo llevaron a un patio abierto, donde la luz de la luna se filtraba entre las altas estructuras metálicas. Lo obligaron a arrodillarse, sus manos aún atadas a la espalda.
A lo lejos, en la selva, el sonido de un disparo resonó en la noche.
Aleksh cerró los ojos, recordando sus sueños, los trenes, las decisiones imposibles. Y se dio cuenta de que, al final, no había podido salvar a nadie, ni siquiera a sí mismo.

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T-S3R
Ciencia FicciónEn un mundo al borde de la guerra, Alekshdrive sufre pesadillas recurrentes sobre el dilema del tranvía, que reflejan sus decisiones morales diarias. Cuando es reclutado para una guerra contra los tecnológicamente superiores narzcis, sus dilemas mor...