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020 | Confesiones íntimas
El día amaneció gris, con una niebla espesa cubriendo las calles y los pasillos de la escuela se sentían más fríos de lo habitual, pero la ausencia de Lukas lo hizo notarse aún más, al menos para Walker, quien había esperado cruzarse con él como en los últimos días aunque fuera solo en los intermedios entre clases o durante el receso. No era la primera vez que faltaba sin aviso; de hecho, era casi común en él.
Desde niño había vivido con defensas muy bajas, un sistema inmunológico que parecía flaquear frente al más mínimo cambio de clima. Los doctores le habían advertido que necesitaba cuidarse más que los demás aunque a él le costaba admitirlo. Con el tiempo la enfermedad había pasado de ser una preocupación de sus padres a una simple característica más de su vida. Para él ponerse enfermo tan rápido como otros se resfriaban era algo normal, pero eso no lo hacía menos frustrante.
Ese día, Scobell se encontró revisando su teléfono en busca de algún mensaje. Sus ojos volvían una y otra vez al vacío en el aula, esperando que apareciera en cualquier momento, incluso sabiendo que probablemente no lo haría.
Mientras los minutos pasaban y las clases continuaban, no podía evitar preocuparse. A pesar de que lo mantenía en secreto para la mayoría, sabía que había algo más detrás de esa ausencia constante. Recordó momentos en los que llegaba a clases con una voz ronca o la nariz enrojecida, o las veces en las que lo había visto temblar discretamente en su asiento cuando todos los demás estaban perfectamente cómodos. La idea de que alguien tan vital y lleno de energía pudiera debilitarse tan fácilmente lo inquietaba.
Por otro lado, Hutcherson llegó solo a la clínica con el capuchón de su buzo cubriéndole la cabeza y las manos metidas en los bolsillos, casi como si quisiera pasar desapercibido. Sus padres no sabían que estaba ahí; había inventado una excusa para salir de casa, algo que no solía hacer, pero esta vez no podía evitarlo. Desde hacía días una sensación extraña lo invadía, una mezcla de agotamiento, fiebre persistente y esa inquietud en el fondo de su mente que no lo dejaba tranquilo.
Intentó convencerse de que era solo su trastorno haciéndole una mala jugada como ya le había pasado otras veces. Pero en el fondo, algo le decía que había más, esa corazonada lo había llevado a la clínica, con la esperanza de que su médica favorita, la doctora Mendoza, pudiera tranquilizarlo o darle alguna respuesta que su mente pudiera aceptar.
Al llegar al consultorio apenas tuvo que esperar unos minutos antes de escuchar su nombre. La doctora lo recibió con su sonrisa de siempre, una que contenía a partes iguales humor y calidez, algo que él siempre había valorado.
