40 | Impiedad

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Melisa despertó desorientada, después de aproximadamente quince minutos, con una opresión en la cabeza. Estaba amarrada a una silla. Su primer impulso fue moverse, pero sintió el roce de las cuerdas cortar.

Parpadeó varias veces, tratando de enfocar su entorno, aunque la oscuridad y la falta de sus lentes le complicaban reconocer algo. Apenas podía distinguir unas siluetas gracias a la tenue luz de la luna que se filtraba por una pequeña ventana y sucia.

No tenía la menor idea de dónde estaba, pero el olor a humedad que invadía sus fosas nasales y el eco pesado le hicieron suponer que estaba en algún lugar abandonado.

El sonido de la puerta al abrirse llamó su atención— Despertaste —dijo Dante, bajando las escaleras mientras cargaba con algo pesado.

— ¿A dónde me trajiste? —preguntó, con un tono desafiante. El enojo predominaba más que su miedo.

Dante comenzó a rodearla con pasos lentos, estudiándola mientras hablaba— ¿Eso importa realmente? —el pecho de Melisa se movía, forzando su respiración. Consideró la posibilidad de gritar, se preguntó qué tanto tendría que hacerlo para que alguien, en algún lugar afuera, escuchase un mínimo de su auxilio—. Si quieres grita. Nadie va a escucharte.

— Tienes la cabeza retorcida.

Se detuvo detrás de la silla, y ella pudo sentir la presencia dominante, se acercó a su oído, pasando una mano fría por su cabello. Mel movió la cabeza hacia un lado con tosquedad— No exactamente.

— ¿No? —preguntó ella mientras él pasaba la yema de sus dedos suavemente por su cuello, provocando que su respiración se volviera aún más agitada—. Me estás secuestrando, Dante. ¿Qué eres? ¿Un asesino en serie?

— Algo peor —caminó para quedar frente a ella, sus pasos lentos iban con tanta calma que su tranquilidad contrastaba con la desesperación que crecía en ella, atada e indefensa.

Murmuró— Agh. Estás muy mal de la cabeza.

Dante ignoró el comentario y siguió dando vueltas por la penumbra, tan sigiloso que Mel no lograba adivinar sus intenciones.

Entonces fue cuando algo hizo clic en su interior, de repente recordó aquel primer encuentro en la heladería. Las palabras que ella no había comprendido, cobraron más sentido ahora—. Tú ya sabías quien era yo ese día cuando te acercaste al mostrador, ¿verdad?

— Uhm, sí

— ¿Cómo? No entiendo

No se molestó en responder. Dante estaba ocupado y Melisa no podía evitar tironear discretamente de la soga alrededor de sus manos, sopesando la posibilidad de desenredarla. Pero no era una solución viable; estaba demasiado apretada, incluso empezaba a lastimarle la piel— ¿Por qué estás haciendo esto? —insisitó— ¿Alguien te contrató? ¿Fue Thomas?

— No tiene nada que ver con tu familia.

«¿Entonces?» se preguntó, su mente buscaba una explicación. La verdad es que no tenía ninguna pinta de ser un asesino, pero qué sabía sobre la verdadera cara de un psicópata. Le había manipulado tan bien que, si en ese momento le confesaba que todo era una broma, lo habría creído. Ni siquiera había sido capaz de identificar que había estaba fingiendo. ¿Y si sólo estaba loquito y ya?

Dante soltó una risa baja y siniestra—. No es nada de eso, solo quiero tu alma.

Melisa dejó que sus pensamientos se desvanecieran. La frase resonó fuerte en su cabeza, como si la hubiera escuchado por primera vez— ¿Qué fue lo que dijiste?

No, no podía ser lo que estaba imaginando porque definitivamente ella lo habría identificado después de pasar tanto tiempo con uno. Además, no había mostrado ninguna señal de serlo.

Aunque, parecía estar leyendo su mente, ¿verdad?

— Sí, preciosa —confirmó con una sonrisa.

«Mierda. No es posible» Sintió el pánico subirle al pecho.

Dante cerró la única ventana que había, bloqueando la luz y sumiendo el espacio en una oscuridad total.

— ¿Qué estás haciendo? —cuestionó Mel. Escuchaba sonidos metálicos, como de objetos muy pesados chocando entre sí—.  Dante, dime qué rayos haces —la rabia le llenaba la voz, una rabia que nacía del miedo.

Él siguió manipulando lo que tenía sin prestarle mucha atención— Mi hermano fue lo suficientemente inútil como para dejarse ablandar por ti —soltó, como si la pregunta de Melisa nunca hubiera existido—. Pero yo no. Terminaré lo que él no pudo hacer en meses.

— ¿De quién estás hablando? ¿Qué hermano?

¿Adrien? ¿Se refería a Adrien?

Sintió que la cuerda sobre su brazo derecho se había aflojado. Trató de disimular pero él lo percibió en su mente y se acercó para ajustarla aún más, quemando su piel.

Dejó de intentarlo, se estaba agotando. A pesar de todo, no podía hacer más resistencia.

— No eres tan inteligente como piensan —respondió con un tono casi condescendiente.

Mel se sobresaltó al escuchar un sonido siseante, era aire descomprimiéndose, Dante había desajustado la válvula de los dos tanques que estaban a su costado y que alcanzaban la mitad de su propia altura.

— ¿Qué es ese sonido?

— He comprobado que tienes inmunidad para ciertas cosas —«Lógico» pensó él, con frialdad. El sonido de la descompresión se repitió—. Pero incluso así, el efecto será inevitable en un par de horas.

— Dante, ¿qué fue ese sonido? —repitió la pregunta, apretando los dientes.

Él la miró con calma.

— Monóxido de carbono.

— ¡¿Qué?! —gritó.

Y comenzó a forcejear en la silla, luchando frenéticamente por liberarse de las cuerdas que parecían aumentar su agarre mientras más se agitaba. Se resistía a creer lo que sus sentidos ponían en evidencia. Cómo había llegado hasta este punto.

Dante permanecía inmóvil frente a ella, observando y percibiendo el pánico que le invadía.

— No hagas rabietas. Deberías agradecerlo. Ni siquiera te vas a dar cuenta.

Se volvió colérica— ¡¿Y por qué te molestas en armar todo esto?! ¡¿Por qué no simplemente me acuchillas y ya?! Maldita sea —gruñó.

— No puedo. Es más complejo de lo que crees, el dolor haría que reencarnaras otra vez —«¿Otra vez?»—. Además, disfruto demasiado viendo cómo te exasperas.

Se quedó en la habitación unos minutos más, solo para asegurarse de que no encontraría la forma de liberarse por su cuenta. Era imposible, la firmeza de los nudos era tanta que le dejaría marca, y si los ajustaba aún más, temía cortarle la circulación de las manos. Así que permaneció allí, porque él jamás la habría subestimado.

A su vez, Melisa no tardó en sentir los efectos iniciales. Era verdad que no sentiría dolor al morir, pero la cabeza le empezaba a molestar y tiempo después un leve mareo nublaría sus sentidos, perdía el control de su cuerpo y eso le aterrorizaba.

Dante no salió de la habitación sino hasta que Melisa estuvo lo suficientemente atolondrada. Sabía que igualmente tendría que espererar al menos una hora más para que las reservas de oxígeno de su cerebro se agotaran y el monóxido hiciera su trabajo.

Cuando se marchó, cerró la puerta tras de él, fue el último sonido reconocible que registraron los oídos de Mel.

Almas CarmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora