Decisiones en Invierno

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Así transcurrieron los primeros meses. Cada semana nos sumergíamos más en las materias de enfermería, descubriendo detalles que antes ni imaginaba. Aprendía cosas fascinantes: cómo interpretar valores clínicos, manejar situaciones de emergencia y aplicar técnicas para tratar a los pacientes de forma efectiva. Todo era nuevo, desafiante y, al mismo tiempo, emocionante.

Aun así, algo me inquietaba. Con el distanciamiento social, el contacto con mis amigos se volvió complicado. Aunque a veces nos cruzábamos en clase, el ambiente era tenso y las conversaciones rápidas, siempre de lejos. Al aumentar los casos de COVID, la universidad nos informó que las clases serían mayormente virtuales y que solo algunas prácticas esenciales serían presenciales. La noticia me cayó como un balde de agua fría; sentía que las oportunidades de conectar se esfumaban.

Para colmo, el invierno hacía los días oscuros y fríos. A las tres de la tarde, ya parecía de noche, y la jornada se volvía aún más agotadora.

Intentaba seguir en contacto con Luis y Valeria, pero cada vez era más difícil vernos en persona. La universidad había reforzado sus medidas de distancia. Aunque buscábamos espacios para reunirnos, los contagios eran altos y las restricciones se sentían a cada paso. Nos dijeron que eventualmente las prácticas presenciales se reanudarían, pero por ahora tendríamos tres semanas confirmadas de clases virtuales.

Durante ese tiempo, me preguntaba si sería buena idea ir a Colombia. Podría ver a mi familia y tomar las clases desde allá. No era una decisión fácil; temía perderme algo importante aquí, pero la idea de estar en casa me daba consuelo. Lucas, mi compañero de piso, me ayudó a poner las cosas en perspectiva. Me animó a ver esta oportunidad con optimismo: podría reconectar con los míos y, de paso, saber cómo estaba Mateo.

Aquella mañana, después de hablar con Lucas, la idea de ir a Colombia no dejaba de darme vueltas en la cabeza. Entonces, recibí un mensaje de Luis invitándome a su departamento para pasar el rato y ponernos al día. Acepté sin dudarlo; siempre era un gusto verlo.

Un par de horas después, ya estaba en su departamento. Me recibió con una sonrisa cálida, y después de ponernos cómodos, comenzamos a hablar.

—Bella, ¿qué tal todo? ¿Cómo te va con las clases virtuales? —preguntó mientras servía café.

—Pues... —empecé, sintiendo una mezcla de nervios y emoción—, justo estoy pensando en irme a Colombia estas semanas. Podría ver a mi familia, tomar las clases desde allá y... no sé, me emociona la idea.

Luis me miró con una sonrisa cómplice.

—¿En serio? Qué buena idea... —dijo, pensativo, y luego continuó con entusiasmo—. ¿Sabes qué? Me encantaría acompañarte. Tengo curiosidad por conocer Colombia y ver cómo es tu hogar. Además, aquí hace un frío tremendo y, con todo esto del virus... Creo que me vendría bien un cambio de ambiente.

Lo miré, sorprendida y encantada.

—¿En serio quieres venir? —le pregunté, y él asintió, con una sonrisa divertida.

—Claro, si no es molestia. Además, seguro el clima allá es más agradable. Sería una buena forma de escapar de todo esto.

—No estaría mal, la verdad... —respondí, imaginando cómo sería mostrarle mi país—. Puedo enseñarte dónde crecí, presentarte a mi familia. Tenemos una habitación de huéspedes; podrías quedarte ahí sin problema.

Luis me devolvió una sonrisa cálida, y en ese momento sentí cuánto significaba para mí. Éramos más que amigos; había una conexión especial entre nosotros, como si siempre hubiéramos sido parte de la vida del otro.

Esa tarde, después de hablar con Luis, regresé a mi habitación con una mezcla de entusiasmo y nerviosismo. Mi mente estaba llena de imágenes: el rostro de mi mamá al verme llegar, los lugares que tanto extrañaba, la calidez de mi hogar. No podía evitar sonreír al imaginar a Luis allí, experimentando mi país por primera vez.

Esa misma noche, empezamos a planearlo todo. Hablábamos por mensajes, compartiendo ideas y detalles, como dos niños a punto de salir de aventura.

—Bella, ¿y cómo es el lugar donde creciste? —preguntó Luis en un mensaje—. Siempre me hablas de Colombia, pero quiero saber cómo lo vería a través de tus ojos.

Me quedé un momento pensando antes de responder. Quería que lo sintiera como algo cercano, algo especial, así que le escribí:

—Es cálido, como un abrazo que nunca se acaba. Las calles están llenas de gente alegre, y el sol siempre parece brillar un poquito más. La casa de mi familia es modesta, pero cómoda, y siempre tiene ese olor a café recién hecho.

—Suena perfecto. ¿Sabes? No puedo esperar para conocer a tu familia —respondió, con ese tono cálido que me hacía sentir que estaba en el lugar correcto, con la persona correcta.

Los días siguientes fueron una mezcla de trámites, empacar y despedidas rápidas con los compañeros que seguían en la ciudad. Lucas me ayudó a organizar mis cosas y también a hacer una lista de lo que necesitaría para las clases virtuales desde allá.

Finalmente, el día del vuelo llegó. La ciudad estaba cubierta de una fina capa de nieve, el aire frío se colaba por mi abrigo, y mi respiración se transformaba en pequeñas nubes blancas. Al vernos en el aeropuerto, Luis me saludó con una sonrisa amplia y un abrazo que parecía darme ánimo.

—¿Lista para la aventura, Bella? —me preguntó, con los ojos llenos de emoción.

—Más que lista —respondí, tratando de contener la emoción que me llenaba al pensar en todo lo que nos esperaba.

Abordamos el avión, y mientras despegábamos, sentí que el peso del invierno y las restricciones comenzaba a desvanecerse. Miré por la ventana, viendo las luces de la ciudad hacerse cada vez más pequeñas, y sentí que en ese momento estaba tomando la mejor decisión.

La primera escala transcurrió sin problema, aunque nos avisaron que teníamos solo veinte minutos antes de abordar el siguiente vuelo. Al aterrizar en Panamá, miré el reloj: estábamos justos de tiempo, y el vuelo se había retrasado un poco. Luis y yo nos miramos con la misma expresión de urgencia y, sin decir una palabra, comenzamos a correr por el aeropuerto.

—¡Vamos, Luis! ¡Rápido! —le grité, tratando de no perder el ritmo. Nuestro destino era la puerta 75, y habíamos aterrizado en la sección A1. Era prácticamente el otro lado del aeropuerto.

Pero, mientras corríamos, sentí que mi pie se resbalaba. Intenté mantener el equilibrio, pero mi tobillo torció en un ángulo extraño. Solté un jadeo de dolor, y Luis, al notarlo, se detuvo inmediatamente.

—¿Bella? ¿Estás bien? —preguntó con preocupación.

Intenté levantarme, pero un dolor punzante subió desde mi tobillo hasta la pierna. Me sujeté de su brazo.

—No sé... creo que me lastimé el tobillo. No sé si es un esguince, pero me duele y apenas puedo apoyarlo.

Luis me miró, decidido.

—No vamos a llegar a tiempo así. Súbete en mi espalda —me dijo con firmeza.

—¿Estás seguro? ¿Y las maletas? —le pregunté, dudando un poco.

—Claro que sí, Bella. Aquí estás conmigo; vamos a llegar a tiempo. Dame tu maleta de mano y súbete —dijo, acomodándose para que pudiera subirme.

Con una mezcla de emoción y gratitud, me subí a su espalda mientras él sujetaba mi maleta en una mano y su mochila en la otra. Sentí que la gente nos miraba mientras corríamos, pero no me importaba. La adrenalina me hacía olvidar el dolor y me concentraba en la fuerza de Luis, que seguía avanzando.

Justo cuando llegamos a la puerta de embarque, escuchamos el anuncio por los altavoces:

—Pasajeros del grupo 2, por favor acérquense a la puerta de embarque para abordar el vuelo a Bogotá.

Luis sonrió, jadeando un poco, pero satisfecho.

—¿Ves, Bella? Llegamos a tiempo. Entra tú primero.

Me bajó con cuidado y me ayudó a incorporarme. Con una sonrisa de alivio, nos dirigimos a la fila, listos para abordar.

Que Hubiera Sido...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora