Capítulo Nueve

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El portazo de Alfredo resonó por toda la casa, un eco imposible de ignorar pero que nadie se atrevió a investigar.

En su soledad, Alfredo tomó una cajetilla de cigarros y, con movimientos torpes, encendió uno.

Todo para olvidar su malestar.

El opresivo humo pronto llenó la habitación, convirtiendo su lugar seguro en una trampa asfixiante. Cada bocanada aliviaba aunque sea por un instante, la presión que sentía al pensar en su hermana.

Su hermana culpandolo por su infelicidad.

Cuando el cigarrillo se consumió, sus dedos ansiosos buscaron otro. Tomó el encendedor y giró la rueda repetidas veces, raspando su piel hasta debilitarla.

En su último intento, sintió como su piel se rajaba y un tibio líquido le manchaba los dedos.

Soltó el encendedor y miró su pulgar. Una pequeña herida lo decoraba, el intenso color carmesí destacando contra su piel clara.

Observó la grieta con inexpresividad, inmerso en sus pensamientos. La oscuridad de la sangre parecía más profunda, pero apenas más ligera que sus ideas.

Volvió en sí y buscó algo, para limpiar la herida.

Encontró una toalla en la mesa. Extendió la mano para tomarla, pero antes de que pudiera alcanzarla, unas manos ajenas se la entregaron.

La estupefacción lo invadió, dejándolo paralizado.

—Alfredo...

La voz era suave, una caricia. Pero, eso no mejoró su reacción.

Sus latidos se aceleraron y el eco de esa palabra lo ensordeció.

El ambiente cambió; un escalofrío recorrió su espalda, y un extraño peso llenó el aire.

¿Qué era eso?...

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