Capítulo Once

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Alfredo encendió una vela y se persignó, su mano temblorosa trazando una cruz en el aire.

No creía en Dios, ni en santos, ni en ninguna religión. Pero esa noche, cualquier cosa era mejor que quedarse indefenso.

Juntó las manos y comenzó a rezar, dejando que las palabras aprendidas años atrás fluyeran mecánicamente.

Con cada frase, el vello de su nuca se erizaba, como si algo invisible estuviera respondiendo a su llamado.

Poco a poco, su voz se fue apagando, reducida a un débil murmullo. Ahora, solo él y el Dios ausente podían oírlo.

Un escalofrío recorrió su espalda, y sus músculos se tensaron hasta que su cuerpo quedó inmóvil, como si algo lo estuviera sujetando.

Entonces lo oyó.

Pasos.

Venían de una habitación cercana.

Al principio eran suaves, apenas perceptibles, como el andar de un niño o de alguien descalzo. Pero, a medida que se acercaban, el suelo comenzó a crujir.

Los pasos se volvieron más pesados, más resonantes, más opresivos, como si algo grande y antinatural estuviera tomando forma.

Alfredo cerró los ojos con fuerza, sus labios repitiendo un último ruego. La vela parpadeó, lanzando sombras inquietantes que danzaban por la habitación.

Entonces lo sintió.

El colchón a su lado cedió, como si alguien se hubiera sentado.

No se sentía como una presencia humana. El calor que emanaba era más frío, más denso, como si absorbiera el aire de la habitación.

Abrió los ojos lentamente.

Y ahí estaba ella.

La dulce mirada que tanto había anhelado encontrar nuevamente.

Alfredo sintió que las lágrimas le ardían en los ojos. Extendió una mano temblorosa y acarició su mejilla, su piel helada bajo sus dedos.

-¿Eres tú?

La sonrisa que recibió fue un claro: Sí.

El aire helado se volvió más denso, como si lo envolviera. Alfredo no lo notó; toda su atención estaba en ella.

La abrazó con fuerza, hundiendo el rostro en su hombro, dejando que el peso de su tristeza lo abandonara por un momento.

No se dio cuenta de que, al hacerlo, la vela se apagaba lentamente. Y que, en el reflejo de la ventana, no había nadie a quién abrazar.

Aquellas voces...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora