ME SENTÉ EN UN RINCÓN del escenario con el sobre en la mano. Lo había llevado al colegio porque en casa no podía leer la carta. Sentía que la angustia iba a impregnar para siempre el lugar donde estuviera cuando lo abriera. En cambio ahí, si algo se impregnaba de esa emoción, no era un lugar tan cotidiano como para que me lo recordara. En el recreo me había refugiado en el salón de actos. No podíamos entrar sin permiso pero no me podía importar menos. No había lugar más íntimo que ese así, vacío. Todas las butacas estaban a oscuras, lo único iluminado era el escenario. Como en la vida.
Cuando le conté a León, al principio se quedó un momento pensando y después me dijo que si había guardado la carta era porque quería leerla y que para saber qué hacer tenía que saber qué decía porque eso podía cambiar las cosas. Que era una decisión tan personal que nadie podía opinar mucho sobre eso. Y que si quería ver a papá y podíamos ir restableciendo el vínculo, cuanto antes eso se pudiera reconstruir mejor para los dos. Igual él no sabía si podría remontar una situación como la de papá con nosotras.
Y tenía razón, si había guardado la carta era porque quería leerla. Y sí. Quería. Pero tenía mucho miedo de que nada fuera lo que esperaba aunque tampoco tenía muy claro qué esperaba. Sentada sobre el escenario lo abrí. Adentro una carta, con la misma letra ondulante del sobre, en tinta negra. Y empezaba así:
Pequeña Flor.
Así me decía cuando era chica. Me acordé de repente porque nadie jamás volvió a nombrarme "Pequeña Flor" después.
Eso, mínimo, abrió un mundo dentro mío.
No podía leer la carta. Me iba a quebrar en mil pedazos. Aitana la tenía tan clara. Tirarla había sido la mejor decisión. Pero como yo no podía, pensé en romperla y listo. Después no iba a haber forma de recuperarla ni forma de contactar a papá. Ni siquiera entiendo porqué lo llamo "papá". Es Manuel. Punto.
Y estaba a punto de romperla cuando se abrió la puerta del salón de actos, e intenté desaparecer detrás del cortinado pero el preceptor de primer año fue más rápido, me vio y me pegó un grito que fue algo así como "ni se te ocurra escaparte, sabés que no se puede estar acá, además es horario de clase".
Y me mandó a la dirección. A la dirección por semejante imbecilidad. Se ve que no tienen nada que hacer y se tienen que inventar algo, porque escabullirte en el salón de actos y perderte una hora de clase no es ni por casualidad lo más osado que podés hacer en el colegio. Nimio. Pero el preceptor fue implacable. Y no le pensaba rogar para que lo dejara pasar. Me paré con la mayor dignidad que pude y caminé hasta la dirección que está en la planta baja, pensando que no había leído la carta, ni la había roto, y para colmo me estaba a punto de ligar las primeras sanciones de mi vida. Y las más ridículas del planeta. Estuve tentada de escaparme cuando pasé por la puerta de entrada pero tarde o temprano iba a tener que enfrentarme al director y esa estupidez de haberme metido en el salón de actos. Todo por los de cuarto que habían entrado un par de meses antes y habían descontrolado el lugar. Habían suspendido a cinco por eso.
La puerta de dirección estaba cerrada. Daba a un pasillo ancho con bancos a los costados para esperar el turno de la muerte. Entré sin pensar, ya estaba jugada. Y ahí, enfrentados, sentados uno en cada banco, estaban Simón y León.