LLEGANDO, ME AVISÓ León por mensaje.
Mamá, cuando escuchó que bajaba, se asomó de su cuarto sorprendida.
— ¿Salís?—me preguntó como si no fuera evidente hasta lo obvio.
— Sí, salgo —la corté en seco.
— ¿Con quién? —siguió.
— Salgo, mamá —después aflojé, porque al fin y al cabo tampoco es que vivo solacomo para hacerme la que no tengo que dar explicaciones—. Salgo con un compañero —agregué.
— Estás bien así —me gritó desde arriba aunque nadie le había preguntado.Madres. Aunque a la vez, atónita, me di cuenta de que era la primera vez en la historia delmundo que mamá me decía que estaba bien. Iba a implosionar el universo.
Salí de casa y caminé hasta el cordón de la vereda. Y ahí dobló en la esquina unauto negro. Estacionó suave al lado mío, la ventanilla del lado del acompañante bajó ypude ver a León asomándose con una sonrisa.
Y sí, esa sonrisa era para mí.
— ¿Subís? —me invitó.
Y subí.
La música sonaba no muy fuerte.
— Esa es mi banda —dijo y arrancó.
Vi pasar la ciudad como si la peináramos en un solo movimiento sin pausa. Ydespués estábamos en la ruta.
La ruta. Su banda. Nosotros. El cielo.
Abrí la ventanilla, saqué mi brazo y estiré la mano como un aspa; el frío en la cara.
Giré y lo miré mientras cerraba la ventanilla.
— ¿Adónde vamos? —le pregunté.
León negó con la cabeza mientras sonreía a medias y miraba por el espejoretrovisor manejando con una sola mano.
Es una estupidez, lo sé, pero vi su mano sobre el volante y tuve que desviar lamirada.
— Está buena tu banda —le dije, igual lo que en realidad pensaba era lo bueno queestaba.
— Está bueno tu sombrero —me respondió.
Permanecimos en silencio. Todas las estrellas juntas. Es impresionante el cielodesde la ruta. Y adentro mío un vértigo que me recorría toda. Ese instante era todo. Eseinstante era el universo entero. No había nada más que nosotros.
Tuve que hacer un esfuerzo para acordarme de que había un sobre en mi escritorioque esperaba ser abierto. Todo lo que había quedado atrás parecía tan lejano, irreal.Ya habían pasado como cuarenta minutos cuando mirando los carteles pegados ala ruta me empecé a hacer una idea de adónde estábamos yendo. Pero no dije nada. Eramejor comerme la ruta, el cielo, el aire frío que entraba por la leve hendija que habíadejado abierta en la ventanilla. Era uno de esos momentos que sabía que no me iba aolvidar nunca.
A mitad de camino me hizo escuchar una banda que le gusta, The Pains of BeingPure at Heart. A veces lo miraba de reojo con un movimiento casi imperceptible, Leónmanejaba con una mano y tamborileaba de vez en cuando sus dedos en el volante. Aveces apoyaba su otro brazo en la puerta y dejaba caer su cabeza de costado. Se habíapuesto una remera a rayas, grises y azules, una campera con capucha verde seco y unacampera de cuero encima. Imaginaba a Rosario diciéndome, no puede tener más onda.Porque sí, no podía tener más onda ahí manejando.
Y a la hora, tomó una ruta secundaria debajo de un cartel que anunciaba la llegadaa una ciudad de la costa. Me había llevado esa noche de domingo hasta la playa. Y semanejó como si conociera todo.
Estaba segura de que era bastante improbable que hubiera ido antes si se acababade mudar a nuestra ciudad.
Ver a alguien animándose es contagioso e inspira.
No dije nada.
Y después de dar un par de vueltas por la ciudad desierta, había un par de localesabiertos y algunas casas con las ventanas iluminadas, detuvo el auto delante de unmédano.
— Bajemos —me dijo.
Abrí la puerta y respiré todo el aire de mar mientras cerraba los ojos. Bajé. Leónestaba sacando algo del asiento trasero. Casi me acerco para ver qué estaba buscandopero decidí caminar hacía la playa.
El mar oscuro lamía la orilla y arriba, suspendida, una luna finita como un gajo.Giré, buscándolo mientras me agarraba el sombrero para no perderlo con el viento, y lo vivenir con una manta y una lona en una mano y en la otra un termo con un vaso deplástico. No lo esperé y seguí caminando. Me detuve a mitad de camino. La playa ancha,inmensa. Y nosotros.
Era la primera vez que alguien hacía algo así por mí. O lo hacía para él pero queríacompartirlo conmigo. Descubrirlo me anudó la garganta y agradecí que León no fuera dehablar mucho porque si me decía algo no iba a poder contestarle.
Él llegó hasta donde lo esperaba, extendió la lona sobre la arena y se sentó, dejó lamanta, el termo y el vaso en un costado y apoyó los codos sobre sus rodillas flexionadas.Me quedé parada. Volví a cerrar los ojos y respiré.
— Sentate —me dijo y sonrió—, es raro vete más alta que yo.
Meneé la cabeza mordiéndome el labio, un nabo.
Y me senté al lado de él. Los dos mirando el mar.
Los domingos no pasaban esas cosas. Ni los lunes. Ni los martes. Ni viernes. Niferiados. Pero ahí estaba pasando. Sonreí grande. Esas son las cosas que te hacen sentirviva, viviendo realmente tu vida, no que te pasa por el costado, que les pasa a otros. Quete pasa a vos, a mí. Eso, mágico, me estaba pasando a mí.
— ¿Café? —me preguntó.
Asentí.
León abrió el termo, sirvió café en el vaso y me lo dio. Soplé suave y tomé unsorbo, él se sirvió en la tapa del termo y se quedó mirando el mar con el café humeanteentre sus manos.
— Gracias —le dije después de un par de sorbo y lo miré de costado.
— De nada —me respondió mirándome fijo—, desde que nos mudamos que queríavenir, no es lejos.
— Bueno, un poco —no conocía a nadie que se fuera a ver el mar como si fuera alparque.
— Viste que lo de las distancias es relativo —me dijo tomando otro sorbo—, enBuenos Aires es habitual manejar una hora para ir a algún lugar.
Hizo un silencio y después siguió:
— Y creo que hice bien en invitarte, ¿vos estuviste llorando?
— ¿Tanto se nota? —fruncí el ceño.
— Tanto no, un poco sí
Asentí con la cabeza. Me saqué el sombrero que apoyé al lado de mi cuerpo y meacosté sobre la arena mirando el cielo.
León no se movió. Me había dado el pie perfecto para que pudiera contarle lo quehabía ido a contarle. Le iba a arruinar toda la salida, y sí, él manejaba hasta el mar parapasar un buen momento y yo iba con la historia feliz del padre que se fue y aparece porcarta un millón de años después. Pero qué me iba a imaginar que él pensaba llevarmehasta ahí esa noche, como mucho me había imaginado ir a comer una hamburguesa. Ypunto. Tres vueltas a la ciudad en auto y a dormir. Y él había preguntado. Bien podríahaber ignorado mis ojos hinchados, pero no. Y en realidad ni siquiera era todo eso, eratener las palabras atrapadas en la garganta y sentir que no podía decir nada. Comocuando no me defiendo. Igual.
Él miraba el mar y esperaba paciente a que empezara a hablar. Suspiré pero mesalió más como un bufido y me volví a sentar. Me miró imperturbable. Lo miré. Cadadetalle de esos ojos. Las cejas despeinadas cerca del arco de la nariz.
Bajé la mirada a mis manos, la arena, la nada.
— Apareció mi papá —dije por fin. Lo dije.
Mi papá. No podía recordar la última vez que lo había nombrado.
Y le conté.