capitulo 5

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DOMINGO. Día del padre. Y día de mierda. Como si ya con eso no fuera suficiente. Igual lo del Día del Padre no me puede importar menos. Llevo más día del padre sin papá que con él. Al principio pensaba que en ese día había más posibilidades de que se acordara de que es padre. Algo así como "¿no te estaría faltando algo? Unas hijas". Dos, exactamente. Como que ese día me parecía más probable que el resto de los días. Ya no. Pensaba regalos en una época. Ya no. Es un día casi como cualquier otro. Igual ese no fue el problema. Mil veces me dije que no tengo que ir más al club. ¿Para qué voy? Mamá juega al tenis, Aitana al hockey, el abuelo juega al golf. Pero yo, bueno, voy y me quedo con la abuela. Y están las trescientos cincuenta y ocho amigas de ella. O sea que yo me quedo pintada ahí haciendo esas minisonrisas y teniendo que prestar una atención que no tengo un domingo y menos a la mañana. Igual la mayoría de los temas que escucho no me interesarían en ningún día. Siempre me digo que no voy más. Y siempre termino yendo.

No voy más. Lo decidí. Y es irrevocable. No voy nunca más. Porque más allá de todo, la gente que va al club no me cabe ni ahí. No tengo nada que ver con ellos, no tienen nada que ver conmigo. Sí, mi familia va al club. Puede que tampoco tenga mucho que ver con mi familia. Me río sola. Pero es una risa amarga. Amarga yo, hoy.

Y la manía de la gente decir lo que piensa cuando uno jamás les preguntó. Esa opinión desatada que te hacen saber cuando claramente no te importa lo que piensan, si no, hubieras preguntado. Y esa manía mía de callarme la boca, de quedarme paralizada. Sentir el impacto del golpe pero no poder moverme.

Una infeliz que es de las que no puedo ni ver. Caminando hacia mí con su mirada censora. Mi abuela charlando a unos metros con una pareja amiga. Cada tanto me miraba. A mí y mi libro abierto sobre la mesa, como chequeando que todo estuviera bien y todo estaba bien hasta ahí.

Lo supe. Esos metros antes lo supe. Y tampoco me pude preparar. Lenta yo. La infeliz que se acerca y me da un beso, de esos que te rozan pero hacen ruido. Y ahí nomás me mira, como si yo fuera irremontable, irreparable, innecesaria. "Qué pena —me dice—, con ese cabello divino que tenías, pero bueno, si bajaras unos kilos te quedaría mucho mejor, tenés una cara tan linda que es una pena". Y se fue. Destiló veneno y se fue. Y ahí me quedé yo. Estancada. Muda. Incapaz.

¿Por qué mierda no puedo defenderme? Y de ese instante al año pasado cuando rodé por las escaleras después de lo que me dijo Gastón y al verano cuando me gritaron "muuuu" en la playa y a los que gritaron "gorda" en el boliche. Planeé mil venganzas pero no hice nada. Nunca hago nada.

En el momento en que hablaba mi cabeza preparada respuestas pero nada me salió de la boca. Además como si ella pesara cincuenta kilos. Mi mirada se encontró con la de la abuela. Los ojos de la abuela, mis ojos; el resto del mundo fuera de foco. Ganas de llorar. Pero ganas de gritar. Y el tema no es la infeliz. El tema soy yo. Muda. Toda la violencia hacia adentro. En mí. Comiéndome todo lo que no me quiero comer. Porque si le decía algo posiblemente me hubiera salido como el culo. Porque siento que si un día me defiendo, mato. Si me animo, no sé lo que puede salir. Pero es mucho más que eso. Es mucho más profundo, más hondo. No pude hablar el resto del almuerzo. Y por suerte la abuela tuvo la delicadeza de no preguntar delante de todos.

No voy más al club. No lo necesito. No me necesita. Jamás voy a ser lo que ellos esperan. Pero hay un mundo afuera, el colegio, la calle, la universidad, la vida rodando, y yo necesito pararme ahí, transitarla. Y no me quiero quedar muda. Porque tal vez es lo que también algunos esperan de mí. Y tampoco quiero ser esa. Mucho corte de pelo, mucho sentirme yo, y al final me quedo muda como siempre, como antes.

Tanta bronca.

Ni siquiera puedo llorar.

rafaelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora