RESACA. Así se sentía. Lunes. Clase de Economía. Una tormenta contra laventana del curso. Ganas de estar en la cama ovillada, de estar en silencio,sola, mirando llover. Pero tener que estar ahí sosteniendo la cabeza en altoy los ojos mínimamente abiertos. Me pasé la mano por la cara tantas vecestratando de despertarme que en un momento al mirar la ventana vi quetenía un jopo como una ola. Y me vi. La cara ancha. Los ojos azules. La frente despejada.Las cejas suaves, algo despeinadas. La nuca descubierta. Me veía tan distinta a la queera una semana antes. Ya la vez cuán distinta podía ser.
Rosario la piloteó mejor toda la mañana. Ni se le notaba. Yo no tenía ni ganas depilotearla. De repente, no podía encontrar ese lugar al que había llegado la noche anterioracostada en la alfombra riéndome, donde todo lo que no existía no importaba. Todo eso síimportaba. Cada una de esas cosas, y le había puesto pausa por un rato pero ahí volvía aexistir todo para mí. Los kilos de más, la vida en espera, la ausencia de papá, la ausenciade Simón, la infeliz que opinaba lo que muchos debían callar, la mirada de mamá, lo queno me pasa, lo que no puedo decidir. Y creo que tampoco quiero. No puedo y no quiero.No me quiero ocupar de eso. No me dan ganas. Me resisto.
Me quedé todos los recreos con la cabeza apoyada sobre mis brazos cruzados enel escritorio mirando llover. Lo único que quería era que terminara la mañana y unamenos cuarto caminar a casa. Y tenía la bicicleta, muy práctico con esa lluvia.
Y para el colmo después de Economía tuvimos una charla de orientaciónvocacional, como si hubiera alguna forma de orientarme. Nos pedían que pusiéramoscosas que nos gustaría tener o llegar a tener, algo así. Como no me importaba nada la orientación, puse todas las imbecilidades posibles: desde un avión hasta una hamacaparaguaya. Todo eso quiero. Y no. Y había un test con las preguntas más obvias paracompletar. Lo entregué y sentí que no iba a existir forma de ayudarme y que la psicóloga,psicopedagoga, o lo que fuera quien lo leyera, se iba a reír tres días seguidos o iba apensar que soy una ilusa. Y puede que tenga razón.
La ausencia. Y mis kilos. Desde que escribí "ausencia" no dejo de pensar en eso.La ausencia de seres que quiero y los kilos que tengo, que suponía que no, pero que dealguna manera también debo querer. No termino de encontrar las palabras para explicarla sensación que tengo adentro desde que lo escribí. Y sí, no hay palabras para todo. Ono en todos los momentos.
Y después de la orientación vocacional tan instructiva, cuando juntábamos todopara irnos, entró la preceptora y aplaudió un par de veces para que le prestáramosatención. Levanté la cabeza y ahí lo vi. La preceptora pidiéndonos un momento. Y al lado,él. La sensación que me dio fue que a él sí le importaba todo un carajo. Nosotros, elcolegio, y puede que él mismo. Los ojos recorriéndonos.
—Este es León, es un compañero nuevo que empieza con ustedes a partir demañana, traten de encontrar el tiempo para presentarse —nos dijo la preceptora, ymientras hablaba, León se encontró con mi mirada. Y me miró como a todos pero hizo ungesto imperceptible con la cabeza rapada en los costados, el pelo largo en el centro. Mepregunté si era a mí. Bajé la mirada petrificada en mi lugar. Y miré a Rosario, que estabaperdida en la ventana. ¿A ella o a mí? Sentí que la risa estallaba dentro mío como un ríosin freno. A ella. A ella. Pero me había parecido a mí.
Levanté mis ojos. León y la preceptora habían desaparecido. Todos juntaban suscosas, y el murmullo fue creciendo. Afuera había parado de llover. Y no sé por qué. Perome levanté, me colgué la mochila al hombro y salí sin despedirme. En el pasillo atestadopor la salida de todos los cursos, me paré en puntas de pie. Lo descubrí llegando a laescalera. Caminé rápido entre todos y lo alcancé recién en el hall.
—León —lo llamé y no sé cómo me escuchó. Su nuca desnuda, el cuello de laremera roja. Giró, me miró y sonrió. Y esa sonrisa que yo no esperaba me hizo olvidar deque estaba persiguiendo al chico nuevo.
— ¿Sí? —me dijo.
Y yo, muda
— Soy Rafaela —por fin pude decir—, voy a ser compañera tuya, por cualquiercosa que necesites.
Sí, le dije eso. "Por cualquier cosa que necesites". No me quiero imaginar que habrápensado, porque yo sentí que mientras lo decía me incendiaba. Y no sé si era que seguíaalegre, si una incendiada qué miedo puede tener de prenderse fuego, porque agregué:
— Dame tu celular.
Sí, "Dame tu celular". Una desequilibrada. León me miró divertido. Buscó suteléfono en uno de los bolsillos delanteros del jean, lo desbloqueó y me lo dio. Yo no lomiraba. Anoté mi número. Seguramente mal. Se lo di.
— Rafaela —repetí. Debía estar en pedo, jet lag mínimo.
Él sonrió y me dijo:
— Sí, entendí, Rafaela, gracias, por cualquier cosa que necesite.
Lo miré y lo odié. Ese instante. Me estaba gozando. Y para rematarla, le acoté:
— Bueno, dale, tampoco para cualquier cosa.
Se rió. Y de los nervios me reí. Y riéndome mientras me mordía el labio para noreírme tanto, lo vi pasar a Simón en cámara lenta detrás de León, mirándonos. Lo disfruté.León me dio las gracias y me dijo que se tenía que ir, que lo estaban esperandosus viejos en el auto. Busqué la bici en el patio y me volví. El deslizarse de las ruedas enlo húmedo del pavimento y me reflejo en el agua. El cielo gris. Así, pedaleando, me sentímás despejada.
Y hace un rato después de bañarme me encontré un wasap de León; Rafaela,estaría necesitando algo. Un boludo. Pero me hizo reír. Obvio que no le contesté. Pero lopensé. Y fue como si el impulso de bajar a presentarme se hubiera desvanecido yquedará la que siempre soy. La que no hace.