Sergio bebió de su té, mirando por la ventana de su estudio a las empapadas hojas marrones en el jardín. La nieve de la noche anterior no se había acumulado en lo absoluto. La luz color rosa a media mañana no daba ninguna indicación de los gruesos copos hermosos que habían girado alegremente por el aire. El cielo estaba despejado, y el día parecía que iba a ser soleado. Era extraño estar irritado por algo que normalmente disfrutaba, como lo era el buen clima.
También su teléfono se había mantenido en un irritante silencio.
Se volvió para fulminar a este con la mirada, como si fuera responsable de que Max no llamara. Sarangi estaba sentada en el escritorio con las patas abiertas, lamiendo su trasero de una manera muy grosera.
Sergio torció los ojos.
—Bestia desvergonzada —murmuró hacia ella—. Igual a mí me gusta que laman mi trasero como a cualquier omega, pero incluso si yo mismo pudiera hacerlo, no se lo mostraría al mundo.
Ella lo ignoró, lamiéndose incluso con más intensidad.
Sergio suspiró y se volvió hacia la ventana, con la cálida taza contra sus manos frías.
La noche anterior con Max, había estado a nada de hacerlo. No sabía lo que se había apoderado de él, pero si Max no se hubiera ido, entonces no tenía ninguna duda de que hubiera terminado sobre sus manos y rodillas, presentándose y siendo montado.
Cuando le pidió que se quedara, había sido en parte para felicitarlo, para hacerle saber que había disfrutado verlo comportarse a la altura de las circunstancias en la confrontación con Carlos, pero también había querido investigar sutilmente el tema de Sebastian y los abortivos.
Incluso ahora no estaba seguro de lo que había estado esperando que Max le contara sobre la situación, pero con el delirio de feromonas afectándolo, y el tranquilizante alfa indudablemente menguando en Max, las cosas se habían movido tanto, que no había sido capaz de enfocar sus pensamientos. Y entonces por fortuna, Max se había marchado, olvidando su abrigo y la receta del guiso de cangrejo que había copiado cuidadosamente para él.
Ahora ya no estaba seguro de cuándo tendría otra oportunidad. Mañana iría a las negociaciones sin saber si Max sabía de la supuesta conducta criminal de sus padres, y si era así, cómo se sentía al respecto. Teniendo en cuenta su propio historial, la opinión de Max era bastante importante para él.
Encendió el fuego, considerando sus opciones mientras prendían los leños. Cuando las llamas tomaron forma, se levantó, sacudiendo pequeños trozos de corteza de sus pantalones y camiseta de manga larga color rosa, que se había puesto esa mañana. Supuso que ordenaría otra vieja pila de revistas o posiblemente terminaría de leer la novela que empezó el día anterior. Sin embargo, ninguna de las dos cosas parecía particularmente atractiva, no cuando podía haber ido con Max a deslizarse en trineo, actuando como si volviera a ser un niño. Fue un alivio cuando el timbre sonó.
Dejando la taza de té sobre la mesa, le dio a Sarangi una mirada firme y dijo: —No la tires. ¿Entiendes?
Ella maulló y le dio la espalda.
Anticipando que fuera una entrega o tal vez el correo, se quedó sin aliento cuando abrió la puerta.
—¡Oh!
—Hola —dijo Max, sonriendo con picardía.
Sergio arqueó una ceja, sintiendo caer a su estómago en picada como un pájaro en vuelo.
—Pensé que me llamarías esta mañana —lo regañó—. No que te aparecerías en mi puerta.
—Iba a llamar si nevaba —dijo Max, con un toque de suficiencia. Traía puesto un pantalón de uso rudo, una gruesa y pesada camiseta de manga larga, y una pala en la mano.