Sergio despertó de su siesta con una extraña sensación de hormigueo bajo la piel. La reconoció de inmediato. Por mucho que lo negara, no pondría fin a lo que se aproximaba. Probablemente estaba, a lo sumo, a cuatro días del inicio de su celo.
Se bebió el jugo embotellado que Lance había dejado en su refrigerador hacía varios días atrás, sintiéndose enfriarse. Se sentó en la mesa de la cocina y se le quedó viendo a la cola de Sarangi que se agitaba mientras observaba por la ventana a los petirrojos bañándose en un charco.
¿Qué iba a hacer?
No podía firmar inmediatamente el contrato con Max, sólo para tenerlo a su alrededor para el celo, y tampoco podía pedirle a Carlos que le ayudara cuando ya sentía un creciente vínculo con Max. Dios Lobo, ¿así iba a ser el resto de su vida? Si no firmaba el contrato con Max que lo limitaría a un futuro sin hijos y lo ataría a él mismo a una familia de dudosa moral que podría ser derribada con una indiscreción, ¿tendría que pasar el resto de su vida indeciso sobre cómo hacer para lidiar con sus celos?
¿Qué pasaba con el sexo cotidiano? ¿El deseo por Max, interferiría con eso también?
Se frotó los ojos. El hecho de estar pensando en el sexo en lugar de si firmar el contrato era lo correcto o no por hacer, decía todo lo que necesitaba saber acerca de qué tan cercano estaba del celo. Siempre había sido motivado por el sexo, pero cuando un celo se avecinaba, eso era casi todo en lo que podía pensar. Necesitaba mantenerse alejado de Max para poder pensar con claridad sobre las negociaciones y no volver a caer preso de cualquier actividad sexual inapropiada entre ellos.
Tocaron la puerta de atrás y maldijo en voz baja. Debía tratarse de los trabajadores, o posiblemente de Max, esperando algún tipo de almuerzo y se le habían acabado las opciones de comida fresca, de nuevo. Sarangi maulló y salió corriendo de la habitación, derrapando en el pasillo y luego chocando contra una pared, para luego levantarse y seguir su camino con una dignidad que Sergio imaginó que únicamente poseía la realeza del Viejo Mundo.
—Ya voy —dijo cuándo el toquido volvió a sonar, y se vio hacia abajo a sus pantalones sueltos de pijama e igualmente camiseta floja. No se había puesto otro tipo de ropa desde las negociaciones. Supuso que no tener trabajo tenía sus beneficios, al igual como poder recuperar sus horas de sueño, pero no estaba seguro de que vestir pijamas constantemente, era realmente uno de ellos.
—Te traje el almuerzo —dijo Max tan pronto como la puerta se abrió—. Y a los betas también. No tienes que preocuparte por darles de comer hoy. —Le tendió una bolsa de papel, y la boca de Sergio se le hizo agua cuando el olor familiar le llegó.
—¿Sándwich a la parrilla de tomate deshidratado y queso de cabra? ¿Cómo lo supiste?
Max se encogió de hombros. —Soy tu alfa. Es mi trabajo saberlo.
Sergio culpó su celo inminente por el hecho de que sus rodillas se debilitaran.
—Gracias. —Tomó la bolsa y casi lo invitó a pasar antes de recordar que necesitaba mantener su distancia.
—Volveré a trabajar ahora —dijo Max, sonriendo.
—¿Ya comiste?
—Sí, en los puestos de comida. —Max se humedeció los labios y dijo—: No nos viste trabajar esta mañana.
—Tomé una siesta. —Dejó fuera el hecho de que en parte lo había hecho porque se sentía muy seguro con él afuera—. Necesitaba dormir.
Debido a que su celo se acercaba y su cuerpo estaba acumulando fuerzas, mientras que al mismo tiempo cerraba su sistema digestivo y engrosaba su colon para darle cabida a la tensión de abotonamiento.