capítulo 22

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Max se arrepentía de ir al estúpido bar de mala muerte con Charles. Lo lamentaba mucho.

Había vomitado dos veces de camino a casa, y a duras penas recordaba dejar a Charles afuera de la casa de sus padres. Casi podría pensar que lo había soñado, excepto que nunca soñaría con la cara horrorizada del papá de Charles al ver su suéter vomitado. ¿O sí lo había hecho? No, no lo había hecho. Había sido demasiado gracioso. O al menos lo consideró así en el momento. Ahora que estaba recuperando la sobriedad, se sentía un tanto mal por haberse reído.

Se escabulló escaleras arriba, cabizbajo, con la esperanza de que ninguno de sus padres se materializara y le demandara respuestas. No los había visto desde el día anterior, antes de haber salido por bocadillos para la negociación que nunca sucedió.

Después de que Sergio había salido de su habitación, se había encerrado en esta y negado a salir. Mientras que sus padres le habían llamado desde afuera de la puerta, había llorado en su cama, con la camisa que había metido debajo de la almohada. Había sido patético y triste, y consideraba el repetirlo ahora, pero primero se metió a bañar.

Durante el desayuno, se preguntó dónde estaban sus padres, pero estaba agradecido de no tener que hablar o ver sus caras de simpatía. Especialmente cuando sabía muy bien que al menos su padre, había deseado tener este resultado desde el principio.

Abrió el agua caliente en la regadera, se inclinó sobre el escusado y vomitó otra vez. Con suerte y esa sería la última vez. Si las náuseas se detenían, juraba por Dios Lobo que nunca más volvería a beber ginebra.

Deshaciéndose del sudor desagradable de su cuerpo y haciendo gárgaras para quitarse el sabor del licor de su boca, se talló rápidamente. Después de cepillarse el pelo y los dientes, se vistió de nuevo con unos pantalones deportivos y una camiseta gris en la que podía estar mientras se sumergía en su miseria.

En la planta baja, en su camino por conseguir un vaso de agua de coco para rehidratarse, se encontró con una nota en la mesa.

Max:

Fui a los embarcaderos para supervisar una entrega. Tu papá está durmiendo en el salón de música. No lo molestes, necesita descansar. Hay costillas descongelándose en la encimera. Prepara algo decente para cenar. Y no te preocupes, hijo. Vamos a arreglar esto. Vamos a solucionar todo por ti.

Con todo mi amor, tu padre.

Max se dirigió a la cocina para empezar la cena, pero se detuvo en el espejo frente al estudio de su padre para examinar el golpe que florecía en su mandíbula. Estaba rojo e iba tornándose al color azul. Si se lo hubieran dado más arriba, habría sido en el pómulo y podría haberse conseguido un ojo negro. Así como iba, probablemente estaría curado en uno o dos días y nadie se daría cuenta.

Aunque Esteban indudablemente le contaría a todos en la escuela. Ese idiota. Algún día alguien le daría una lección, y esperaba estar cerca cuando sucediera.

Justo cuando se alejó del espejo, un ruido suave y de angustia flotó por el pasillo del salón de música de su papá, seguido de un quejido agudo. Y luego otro más fuerte y desgarrador, casi un grito, que se hizo eco contra las paredes.

A Max se le revolvió el estómago de nuevo mientras se precipitaba hacia los gritos. A primera vista el salón de música parecía vacío, excepto por el remolino de humo de cigarro en el aire, y el nuevo y extraño olor combinado con el de su papá y el bebé. Se adentró un paso más en la habitación, encontrándose con su papá acurrucado de costado en el sillón, con los brazos envueltos alrededor de su cintura y su cara hinchada por las lágrimas. Recipientes llenos de ceniza lo rodeaban en el suelo.

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