Capítulo II

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Bosque Firiůr

Había planeado caminar hasta que el joven estuviese tan exhausto que no pudiese continuar. Cuando se quedase dormido, Sye había planeado escabullirse sin dejar rastro. Así, él no tendría más remedio que regresar a su casa.

Desafortunadamente, las cosas no se dieron de aquella manera.

Habían caminado por horas, internándose en la espesura del Bosque Firiůr, entre robles y pinos de follaje espeso y verde, cyridaes gigantescos, olmos y arbustos de ulls llenos de fragantes flores de color violeta y diminutos frutos rojos tan dulces como venenosos.

Había amanecido hacía varias horas y, para entonces, Sye sabía que era muy poco probable que la gente del pueblo pudiese encontrarlos.

Los pies le dolían y, a pesar de que estaba acostumbrada a caminar mucho, algunas nuevas ampollas se le habían formado en los sitios en los que los zapatos no se ajustaban del todo bien a la forma de sus pies. Pero lo que verdaderamente le molestaba era la rodilla izquierda. Había comenzado a cojear hacía un par de kilómetros y su paso se ralentizaba más y más conforme avanzaba.

Volteó unas cuantas veces a mirar al joven que la seguía sin decir palabra alguna, pero él parecía tan fresco y descansado como había lucido la noche anterior.

—Es hora de detenernos —masculló, molesta por ser ella quien tuviese que proponerlo.

El muchacho se encogió de hombros.

—¿Aquí? —preguntó.

—Es un lugar tan bueno como cualquier otro. —Sye arrugó el entrecejo.

Él pareció a punto de discutir, pero al final se mantuvo en silencio.

La joven se dedicó a observarlo con atención por primera vez desde que emprendiesen el camino.

Notó que, además del carcaj en el que guardaba sus flechas y el arco de tejo, no llevaba mucho más. Un odre de agua, una escarcela pequeña y la capa gris de lana que lo cubría parecían ser sus únicas pertenencias.

Sye se sentó en el suelo y su cuerpo entero se estremeció con dolor. Dejó escapar un gemido leve. El muchacho se sentó frente a ella y procedió a beber un poco de agua.

—¿Tienes comida? —ella preguntó, pensando el trozo de tarta de fresas que había tomado de la posada. Le gruñó el estómago de tan solo recordarlo.

—Tengo una hogaza de pan —él respondió, extrayéndolo de la escarcela.

Sye sabía que, si no se deshacía de él pronto, tendría que comenzar a compartir las provisiones. Y ella había tomado poco más que lo justo y necesario para llegar a Lagde.

—¿En qué rayos estabas pensando? —preguntó, molesta.

Toda aquella situación todavía le parecía tan inverosímil que parecía más propia de uno de esos sueños incoherentes que de la realidad.

El muchacho no respondió de inmediato, sino que comió un trozo de pan.

Tenía los cabellos oscuros como las alas de un cuervo y el haz de luz solar que le daba justo sobre la cabeza revelaba tonalidades levemente azuladas de las que jamás se habría percatado de otro modo. Sus ojos eran de un lánguido gris y se encontraban velados por pestañas largas y espesas.

—Estaba pensando en que eres una bruja —respondió después de un largo rato—, y yo quiero aprender a hacer lo que haces.

Sye profirió un bufido para luego reír una breve carcajada sardónica. Se llevó el trozo de tarta a la boca. Se había endurecido un poco, pero sabía tan bien que dedicó largos instantes a disfrutar del dulce sabor sin pensar en nada más.

La Sombra del FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora