Arlo se alejó, asegurándose de que la multitud de mujeres que hacían sus compras lo ocultaran de los ojos de Sye antes de perderse en uno de los callejones más angostos que daban a aquella parte de la ciudad, hacia su mano derecha.
Sus ojos recorrieron el descalabrado espacio y se posaron en un par de cajas de madera vieja abandonadas junto a una de las construcciones. Sin perder más tiempo, puso el pie derecho encima de una saliente del rojizo muro y después se propulsó hacia arriba y hacia la izquierda, aterrizando con gracia felina sobre las cajas apiladas.
No se quedó parado allí por mucho tiempo: en un movimiento ágil y preciso, pegó un salto que le permitió agarrarse de la techumbre de la construcción, sus dedos aferrándose al barro cocido que formaba las tejas.
Entonces, sirviéndose de la fuerza de sus brazos y la estabilidad proveída por los músculos de su abdomen, se impulsó hacia arriba hasta que fue capaz de colocar el pie izquierdo sobre el alero. El pie derecho, después de aquello, fue mucho más sencillo.
Se paró con cuidado, observando la calle parcialmente oculta por las coloridas marquesinas de los tenderetes, abajo. Nadie estaba prestándole ni la más mínima atención.
Su mirada se dirigió después hacia las tejas del edificio sobre el que estaba parado. No lucían muy viejas, pero sabía por experiencia lo resbaladizas que podían llegar a ser, así que, en los siguientes saltos que dio, moviéndose desde ese tejado al siguiente, se cuidó de estribar los pies en las uniones irregulares.
Saltó sobre los techos de un par de tiendas y de algo que, a juzgar por la chimenea que vertía en el aire el inconfundible aroma de productos recién horneados, era una panadería.
Sintió la emoción del peligro recorrer su estómago cuando pegó un salto particularmente largo para cruzar un callejón y notó que su aterrizaje fue más bruto de lo que debería haber sido.
Al parecer, había perdido un poco la práctica.
Echó un nuevo vistazo hacia abajo, a la calle polvorienta y la multitud dispersa que la transitaba y, por fin, divisó de nuevo la mata de cabellos dorados del bardo, que transitaba sin demasiada prisa con dirección al Oeste.
La sensación de suficiencia causó que una de las comisuras de sus labios se elevara, ligera y ajena a su voluntad consciente, sólo por un instante breve.
Podía haber perdido un poco la práctica, pero no la habilidad, se dijo.
Buscó el siguiente callejón para descender al suelo, ayudándose, en la ocasión, de la marquesina de una tienda de pipas ornamentadas como apoyo.
Ni bien sus pies aterrizaron sobre el suelo, viró en la dirección contraria. Su objetivo había sido el de interceptar al bardo desde el frente, pero notó que éste se había detenido en un puesto de frutas.
Aunque no estaba demasiado seguro de lo que pretendía conseguir con aquella acción, caminó hacia el músico con paso decidido.
Era una de esas extrañas ocasiones en las que Arlo no contaba con un plan bien formulado en su cabeza de buenas a primeras, pero, se dijo, bastaba con que el otro lo viera. Que notara, se dijo, que él sabía que estaba tramando algo. Y que, fuera lo que fuese, no lo dejaría salirse con la suya con tanta facilidad.
―Qué día tan hermoso para conocer lo que el futuro depara, ¿no crees? ―lo oyó decir, dirigiéndose a una joven que trabajaba en el puesto de frutas.
―¿Cómo dices? ―le preguntó la muchacha.
Arlo se detuvo cerca del puesto, sorprendido por causa de lo que acababa de oír.
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La Sombra del Fuego
FantasiaAlgo oscuro y peligroso se retuerce muy al norte de Yrdi, al abrigo de las humeantes y negras montañas de la Cordillera de Azkhar. Sye, una joven hechicera encubierta, se dirige hacia allá en busca de respuestas y por el camino conoce a Arlo, un sen...