Para el momento en que la última de las personas que se habían acercado a ella se marchó, las monedas repiqueteaban en sus bolsillos cada vez que Sye se movía.
Estaba anocheciendo y el mercado moría despacito como cada día: las tiendas cerrándose y la gente desapareciendo por los callejones hacia dondequiera que fueran. La joven se puso de pie al ver a Arlo regresar.
Tenía las piernas entumecidas de haber permanecido sentada desde la mañana y el estómago le rugía como una fiera. Echó hacia atrás la capucha descubriendo su rostro y sus cabellos cobrizos que, a la luz del sol agonizante, parecían ser de un rojo más intenso.
—¿Es todo? —Arlo preguntó al situarse suficientemente cerca.
—Es todo. —Sye asintió—. Contaremos las monedas en la posada y, si tenemos todo lo necesario, buscaremos una caravana mañana en la mañana.
El silencio se cernió sobre ellos como de costumbre. Caminaron a paso lento de vuelta hacia la posada en la que se habían alojado la noche anterior.
La joven hechicera estaba segura de que aquel día la recaudación había superado ampliamente el redoble de bronce que normalmente era capaz de reunir cuando operaba por su cuenta. Arlo había hecho un buen trabajo recorriendo el mercado y pregonando acerca de la vidente que leía el futuro cerca de los puestos de los orfebres.
—Oye... —Lo escuchó decir, y volteó la cabeza para mirarlo—. ¿Puedo preguntar cuál es tu nombre? —Él hizo una pausa ligera—. Si vamos a viajar juntos y a ser cómplices en estafar a la gente, creo que... debería saberlo.
La hechicera enarcó una ceja.
Le sentó muy mal que él hablara de estafar. No había estafado a nadie. Las personas le habían dado únicamente lo que habían querido darle, y solo porque habían querido hacerlo. Sye jamás pedía nada a cambio de aquellas lecturas.
No era como si las líneas de las palmas de las manos dijeran mucho, en realidad. Pero Sye tampoco inventaba disparates. Estaba bien entrenada en el arte de la observación y, con sólo mirar a alguien por unos cuantos instantes, era capaz de aprender bastantes cosas sobre esa persona.
A partir de allí, no le era difícil soltar algunas frases ambiguas basándose en generalidades y estudiar las reacciones de quien la oía para guiarse en el camino adecuado. Su técnica casi siempre resultaba en aciertos más propiciados por las propias ganas de la gente de creer que por algún tipo de don o bendición de alguno de los Dioses. Pero eran aciertos, al fin y al cabo, y la gente se lo retribuía como mejor le parecía.
Por otro lado, Sye también se sorprendió un poco acerca de su pregunta. Era cierto; sin embargo. Hasta el momento, no había revelado al muchacho absolutamente nada de sí misma. Ni siquiera su nombre.
—Puedes preguntar —respondió tras un largo silencio, con algo de acritud.
Una mueca de disgusto se dibujó en el rostro de Arlo, como si no pudiera creer que de verdad debía repetir la pregunta que ya había formulado.
—¿Cuál es tu nombre? —dijo de mala gana en lo que doblaban en uno de los callejones de la ciudad.
Sye no pudo responderle.
—Disculpa, ¿has visto...?
La frase emitida por la joven de oscuros cabellos ondulados quedó suspendida en el aire al verla.
Sye volteó a mirar a Arlo, quien se había detenido en medio del pasillo como si se hubiese convertido en piedra.
—¡Arlo! —exclamó Elyara. Una película brillante se formó sobre sus ojos de un pálido azul—. ¡No puedo creerlo! Parecía que te habías esfumado de la tierra, pero ¡te hemos encontrado!
ESTÁS LEYENDO
La Sombra del Fuego
FantasíaAlgo oscuro y peligroso se retuerce muy al norte de Yrdi, al abrigo de las humeantes y negras montañas de la Cordillera de Azkhar. Sye, una joven hechicera encubierta, se dirige hacia allá en busca de respuestas y por el camino conoce a Arlo, un sen...