Capítulo III

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Lagde

Lagde era una ciudad grande y bulliciosa y su mercado era como un corazón gigantesco que bombeaba gente y ruido y escondía pequeños tesoros.

Sye miró a Arlo de reojo: caminaba a su lado observándolo todo con cautela.

En el trayecto a través del Bosque Firiůr, Sye había aprendido una gran cantidad de cosas sobre él, aunque no habían hablado más de una veintena de palabras en total después de casi haber sido descubiertos por la gente de Init.

No le gustaban los dulces y tenía una puntería excepcionalmente buena, como le comprobó tras cazar sin casi esfuerzo la cena de la noche anterior. Era silencioso y rara vez hablaba a menos que ella se dirigiera a él primero. Tenía una gran resistencia física y conocía un poco de botánica. Dormía profundamente y murmuraba en sueños. Había alguien importante en su vida llamada Elyara y Sye apostaría a que se trataba de la joven que había visto llorando en el claro.

Con discreción, mientras caminaba, la joven introdujo la mano en uno de los bolsillos de su capa y trató de contar cuántas monedas tenía. A partir del tacto de las mismas, dedujo que por lo menos tendría tres escuadros de plata, unos cuantos redobles de bronce y bastantes cupos de cobre —muchos de los cuales había tomado del frasco de la posada en Init—. Una pequeña fortuna para cualquiera. Pero no para ella, considerando las materias de las que debía abastecerse.

De nuevo echó un vistazo hacia el muchacho a su lado.

—Lo siento mucho —murmuró, demasiado bajo como para que la escuchara en medio de todo aquel tumulto.

Y comenzó a escapar.

Primero, dejó que una anciana de largas y coloridas faldas que caminaba con mucha lentitud se metiera entre ellos y aprovechó la pequeña distracción para echarse la capucha sobre la cabeza y acelerar el paso, pasando entre varias personas, cuidándose de no empujar a nadie y de no voltear atrás.

No le fue difícil nadar en la muchedumbre. Conocía Lagde bastante bien, de modo que no tenía miedo de perderse.

Se metió a un callejón igual de atestado que el anterior y enfiló hacia aquella parte de la ciudad que era famosa por sus ricas tiendas de tela. Desfiló entre sedas amarillas y turquesas, entre lana teñida de púrpura y alfombras que costaban varios de hexagos de oro. Y entonces, en medio de toda aquella vertiginosa explosión de colores, divisó la pequeña puerta negra.

Se acercó a ella y tocó tres veces con la mano derecha y cuatro con la izquierda y, mientras esperaba los largos minutos que tomó que le abrieran, echó un vistazo a su alrededor. Sólo para asegurarse de que Arlo no la había seguido.

No vio rastros de él.

La puerta se abrió y un hombre bajo y de una cabeza calva y brillante miró hacia arriba para verla. Tenía el rostro rechoncho empolvado y carmín en las mejillas.

—¡Tú! —dijo a modo de saludo antes de envolverla en un abrazo breve y suave que olía a sándalo y se sentía como el regreso al hogar.

Sye rió con simpatía.

—¿Te importaría cerrar la puerta? —le dijo—, escapaba de una persona.

Dudaba de que Arlo pudiera haberla seguido en realidad, pero nunca estaba demás tomar algunas precauciones. El hombrecillo asintió e hizo lo que le había pedido, para después tomar una de sus manos.

El tacto de sus dedos se sentía como pergamino antiguo y el estrecho pasillo olía a moho. Sye aspiró con fuerza: adoraba aquel lugar. El hombre la condujo hacia el interior cavernoso que conocía bien.

La Sombra del FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora