Capítulo IX

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Abrió los ojos de repente.

Trató de recordar dónde estaba.

Arriba sólo veía las copas de dos cyridaes que tenían que ser inmensos a juzgar por la altura a la que sus ramas de nudosa madera oscura se encontraban, extendiéndose unas hacia otras como largos dedos hambrientos. Casi como si quisieran tocarse.

Sye se sentó lentamente, sintiéndose muy débil.

Se encontraba en algún bosque y estaba a punto de oscurecer. La luz se filtraba de una forma cada vez más lánguida por entre las hojas verde-azuladas y puntiagudas y se embelesó mirándolas, completamente desconectada de la realidad por unos cuantos instantes.

Todo volvió a ella repentinamente. Los acontecimientos le cayeron encima como una lluvia de piedras: la caravana, los oficiales, el ditrelisio, la explosión... un envenenado Arlo escupiendo espuma mientras se convulsionaba.

Giró la cabeza a ambos lados bruscamente, buscándolo, pero no fue capaz de hallarlo por ningún lado.

Ahogó un improperio preguntándose dónde podría estar y se puso de pie, quizás con más fuerza de la necesaria.

Sus piernas, todavía tan débiles como el resto de su cuerpo, no fueron capaces de sostenerla y cayó otra vez al suelo con un sonoro golpe seco.

Sabía que estaba tendida de nuevo en el suelo del bosque. Estaba segura de ello porque era capaz de sentir la humedad de las hojas medio podridas pegándose a su piel y el aroma intenso a tierra y a vida, pero sus demás sentidos parecían contentos de intentar engañarla. Sentía que estaba dando vueltas, tambaleándose. Había puntos de colores apareciendo y desapareciendo en los bordes de su visión.

Intentó incorporarse otra vez, pero falló miserablemente, cayendo otra vez al suelo y la negrura impoluta volvió a tragársela1º, devorándola de un único bocado.

Con un bolso que no era suyo colgado en uno de los hombros y su carcaj y arco en el otro, Arlo corrió hacia la joven al verla desmayarse; sin embargo, para cuando sus pies ágiles de pisadas livianas llegaron hasta el sitio donde nuevamente yacía, ella ya había caído en lo profundo de la inconsciencia.

Apretó los labios, levemente preocupado.

Su estómago rugió como una fiera salvaje y se lamentó de no haber buscado también algo para comer en los carromatos derrumbados por la explosión. Quizás no quedase nada de todos modos, se dijo. 

El hecho de que hubiese podido rescatar tanto sus pertenencias como las de Sye había sido ya todo un golpe de suerte.

Dejó el bolso de ella en el suelo y se sentó a su lado. Por un momento, estuvo tentado a dar un vistazo a los misterios que estarían guardados dentro del morral, pero desechó la idea tan pronto como esta surgió en su mente. No sabía si el objeto pudiese estar encantado de algún modo y... explotar o algo similar si alguien que no fuese su propietaria lo abriera. 

Posó su mirada gris sobre ella.

Tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos y su rostro lleno de pecas estaba un poco sucio. La trenza que con esmero había tejido mientras hablaban aquella misma mañana en el carromato se había deshecho en algún momento, por lo que su cabellera rojiza se encontraba esparcida alrededor de su cabeza sobre el suelo del bosque, enrollándose como serpientes de cobre dormidas.

Tendida allí e inconsciente, Sye parecía muy frágil, como una de esas muñecas que se quiebran si las zarandeas con demasiada fuerza. 

Era la primera vez que Arlo tenía aquella impresión de ella y el pensamiento lo golpeó con arrolladora fuerza. Era sólo una muchacha, después de todo. Una muchacha custodiando un poder que pocos comprendían y demasiados temían. Una muchacha que vagaba por el mundo completamente sola. 

La Sombra del FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora