Todas las conversaciones hablaban de Huria y Razzan y de cómo la Fuerza Ýriga los había capturado. A todo lo largo de las mesas del comedor de la posada, la gente comentaba acerca de lo malvado que era el hombre calvo, de lo vil que era su mujer, del cargamento de ditrelisio que transportaban y de lo buenos que eran los dioses por haberlos detenido.
Aunque había estado prestando atención a lo que oía, Sye no llegó a escuchar nada que pudiese ser de utilidad. En su mayoría, las historias que contaban sacaban de proporción lo que había ocurrido en realidad.
Había quien decía que Huria había intentado resistirse al arresto y se había necesitado a toda una brigada de soldados para detenerlo. Otros aseguraban que Razzan había tratado de envenenar a los oficiales, entre otras exageraciones dignas de convertirse en historias que contar a los niños antes de dormir.
El ambiente en general se sentía muy distinto al que había percibido al llegar a la ciudad.
Sye había deducido que, ahora que los malhechores habían sido apresados, la gente se sentía segura de nuevo. Aquello, además del hecho de no haber oído que la Fuerza Ýriga estuviese buscando a más sospechosos, la había hecho asumir que ella y Arlo estaban a salvo, por lo menos de momento.
Lo había celebrado comiéndose dos platos de la sustanciosa sopa de habas que había para cenar, sentada en silencio junto a su aprendiz.
Siquiera pensar en aquella palabra le hizo sentir una punzada de nervios.
Ya le costaba bastante explicar cosas cotidianas.
¿Cómo se suponía que iba a enseñarle de un concepto como la magia que, de buenas a primeras, parecía ser tan abstracto? ¿Y si él no fuese capaz de utilizarla? ¿Cómo sabría si era acaso por falta de talento de parte del joven o por su propia ineptitud como mentora?
Aquella palabra la aterraba. Sobre todo, porque la hacía pensar en Zadra y Sye sabía muy bien que no estaba a la altura.
Quizás nunca lo estaría.
Había estado a punto de levantarse para ir a la habitación que había rentado a tratar de pensar en un plan para rescatar a Huria y Razzan, cuando el sonido de la música se abrió paso entre los murmullos de la gente, acallándolos.
De manera simultánea, los allí presentes se volvieron hacia el joven que había tomado la tarima del comedor en la posada.
Sye colocó los codos sobre la mesa y reposó la cabeza sobre las palmas de las manos, observándolo.
Era un poco mayor que Arlo, o eso le pareció. Tenía los cabellos dorados como el oro batido, lisos y largos, pasando la altura de sus hombros. Su mandíbula era tan afilada como el borde de una espada y sus dedos arrancaban al arpa una melodía alegre.
Hizo una pausa en la tonada en la que alzó los ojos hacia el público, esbozando una sonrisa torcida.
Y, entonces, con una voz límpida y melodiosa, comenzó a cantar.
Al notar que se trataba de El beso de la doncella, una popular canción de tabernas y ferias, algunas personas se pusieron de pie para bailar. Sye; sin embargo, se mantuvo en silencio, escuchando con atención.
La música fluía del arpa y la garganta del joven como el agua cristalina de un manantial. Difería bastante de la calidad acostumbrada de los bardos errantes que recorrían Yrdi. Era, posiblemente y para casi todos ellos, lo más parecido que jamás encontrarían a los famosos músicos de la Corte.
Sye, sin dejar de disfrutar de la interpretación, ladeó el rostro para posar los ojos en Arlo, quien observaba al músico con el rostro tan inexpresivo como siempre. A su lado, un par de jovencitas cuchicheaban con frivolidad, sin despegar los ávidos ojos del muchacho que cantaba.
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La Sombra del Fuego
FantasyAlgo oscuro y peligroso se retuerce muy al norte de Yrdi, al abrigo de las humeantes y negras montañas de la Cordillera de Azkhar. Sye, una joven hechicera encubierta, se dirige hacia allá en busca de respuestas y por el camino conoce a Arlo, un sen...