Las semanas se convirtieron en meses, y aunque la rutina se estabilizó, el peso de nuestras circunstancias parecía aumentar. Mi madre seguía trabajando jornadas interminables, dejando cada día una parte de sí misma en el esfuerzo por mantenernos a flote. Las mañanas eran siempre apresuradas: un desayuno sencillo, un rápido beso en la frente, y luego, el sonido de la puerta cerrándose tras ella mientras se dirigía al trabajo. A veces me preguntaba cómo lograba mantenerse de pie, cómo soportaba el cansancio acumulado, pero la respuesta siempre estaba clara: lo hacía por nosotras.
Yo, aunque aún era una niña, me había convertido en el corazón de la casa durante su ausencia. Mi hermana Esperanza, con su energía infinita y sus risas contagiosas, era mi mayor responsabilidad. Pasaba los días alimentándola, cambiándola y entreteniéndola, aprendiendo con cada error cómo ser la hermana mayor que ella necesitaba. Pero a pesar de mi dedicación, no podía evitar sentir la ausencia de mi madre, una sombra constante que se hacía más pesada con cada día que pasaba.
La rutina de mi padre no cambió. Cada noche volvía tarde, cansado y algo ausente, con el olor a alcohol y a las máquinas de los bares impregnado en su ropa. Lo veía sentarse en el sofá, encender el televisor y dejar que las horas pasaran mientras ignoraba todo a su alrededor. Había momentos en los que me quedaba en la puerta, observándolo, esperando alguna señal de que aún le importábamos. Pero su mirada siempre estaba perdida, fija en un punto que no podía alcanzar.
Una noche en particular, después de haber acostado a Esperanza, me armé de valor y me acerqué a él. Se encontraba como siempre, hundido en el sofá con una botella vacía junto a él.
-Papá, necesitamos que ayudes -dije, mi voz temblando un poco.Él levantó la vista, sorprendido, pero rápidamente apartó la mirada.
-Estoy haciendo lo que puedo, niña.Sabía que no era verdad. Pero insistir no parecía valer la pena. Me di la vuelta y volví a mi cuarto, cerrando la puerta con cuidado para no despertar a Esperanza. Esa noche me prometí a mí misma que no dependería de él. Si mi madre podía soportar tanto, yo también podía encontrar una manera de ser fuerte.
Los días siguientes me dediqué a buscar formas de ayudar. Aunque era solo una niña, entendí que cada pequeña contribución contaba. Empecé vendiendo dulces que preparaba con lo poco que teníamos en la alacena. Era un trabajo sencillo pero laborioso, y cada moneda que ganaba la guardaba con cuidado en una pequeña caja que escondía debajo de mi cama.
Con el tiempo, también encontré otras maneras de ganar algo de dinero. Una vecina amable me ofreció pagarme por ayudarla a cuidar a sus hijos después de la escuela, y ocasionalmente, remendaba ropa para otras familias del barrio. Aunque las cantidades que ganaba eran pequeñas, sentía una gran satisfacción al entregarle el dinero a mi madre al final del día. Ver su rostro iluminarse con una mezcla de sorpresa y orgullo era suficiente para recordarme por qué hacía todo esto.
Mi madre, sin embargo, se preocupaba. Una noche, mientras lavaba los platos en silencio, me llamó a su lado.
-Hija, no quiero que cargues con estas responsabilidades tan pronto. Eres muy joven para preocuparte por estas cosas.-Pero mamá, quiero ayudarte. No quiero que estés sola en esto -le respondí, mirando sus ojos cansados.
Ella suspiró, secándose las manos en el delantal antes de inclinarse para abrazarme.
-Con que estés aquí, cuidando a tu hermana, ya haces más de lo que debería pedirte.Pero yo no podía evitar querer hacer más. Cada vez que veía su rostro agotado al final del día, sentía una mezcla de admiración y tristeza. Mi madre era mi heroína, pero incluso las heroínas necesitaban descanso.
El cuidado de Esperanza se volvió tanto mi responsabilidad como mi refugio. Sus risas y su energía inagotable eran un recordatorio constante de que, a pesar de todo, todavía había belleza en nuestra vida. Había noches en las que, después de haberla acostado, me quedaba junto a su cuna, observándola dormir y preguntándome cómo alguien tan pequeño podía traer tanta luz a nuestro mundo.
Por otro lado, la relación con mi padre seguía siendo tensa. Había momentos en los que parecía querer acercarse, pero nunca lo hacía del todo. A veces, lo veía mirando a Esperanza con una expresión que no lograba descifrar, una mezcla de arrepentimiento y tristeza. Pero esos momentos eran fugaces, y pronto volvía a hundirse en su rutina de bares y máquinas de juego.
Hubo una tarde en particular que se quedó grabada en mi memoria. Había estado todo el día en el mercado vendiendo dulces, y cuando regresé a casa, encontré a mi madre sentada en la mesa con las manos temblorosas. No había ido al trabajo ese día; estaba enferma, demasiado débil para levantarse. Me asusté al verla así, pero ella intentó tranquilizarme.
-No es nada, cariño. Solo necesito descansar un poco.
Sabía que no era cierto. Mi madre nunca se permitía descansar, y si lo hacía, significaba que realmente no podía más. Esa noche, mientras cuidaba de Esperanza y preparaba algo de comer, sentí una mezcla de miedo y determinación. No sabía cómo, pero debía encontrar una manera de aliviar su carga.
Los días siguientes fueron más difíciles que nunca, pero también nos unieron más como familia. Mi madre comenzó a recuperarse lentamente, y yo asumí más responsabilidades en casa. A pesar de todo, había momentos de alegría que nos recordaban que valía la pena seguir adelante. Las primeras palabras de Esperanza, su risa contagiosa, y esos pequeños momentos de ternura entre mi madre y yo eran suficientes para mantener viva nuestra esperanza.
Aunque nuestra vida estaba lejos de ser perfecta, aprendí que incluso en medio de las mayores dificultades, el amor y la resistencia podían construir un hogar. Y mientras mi madre siguiera luchando por nosotras, yo también lo haría. Juntas, encontraríamos la manera de salir adelante.
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A un Paso de la Muerte, Más Viva que Nunca: La Historia de Mi Resiliencia"
RandomUna historia que parece irreal,pero forma parte de mi vida...