Mi madre estaba al borde de la desesperación. Día tras día, la veía agotada, con los ojos hundidos por el cansancio y la preocupación, pero nunca se apartaba de mi lado. Su mente, que solía ser tan clara y decisiva, estaba nublada por el miedo y la incertidumbre. No podía pensar con claridad. La ansiedad por mi estado la consumía, y el dolor de no saber qué le estaba pasando a su hija era más pesado que cualquier enfermedad.
A veces, la veía sentada en la esquina de la habitación, mirando al vacío, tratando de encontrar una solución. Pero las palabras de los médicos eran vagas, sus diagnósticos erróneos o contradictorios, y todo lo que podía hacer era esperar. Mi cuerpo seguía fallando, mis fuerzas menguaban con cada día que pasaba, y ella no sabía qué hacer. Las noches eran las peores: el silencio que reinaba en la casa solo era interrumpido por mi tos o mis quejas, mientras mi madre me acariciaba el cabello, sin saber si sus palabras de consuelo servían de algo. "Va a pasar, hija. Ya verás, todo va a estar bien", repetía, pero esas palabras perdían fuerza con cada día que pasaba.
Fue en uno de esos momentos de desesperación cuando decidió que, si no encontraba respuestas en Marruecos, tal vez las encontraría cruzando a Ceuta, a tan solo unos kilómetros de distancia. Pensó que, al menos, si podíamos llegar a España, encontraríamos a los médicos adecuados que pudieran darnos respuestas claras. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para encontrar alivio para mí, aunque eso significara salir del país en mi estado.
El día de la salida, mi madre me miró como si fuese la última vez que pudiera verme con vida. El miedo en sus ojos era palpable. Mis fuerzas eran escasas, y en ese estado, la idea de hacer un largo viaje parecía casi imposible. Pero ella me animó, me cargó en sus brazos como cuando era pequeña, y con la ayuda de mi tío, conseguimos llegar al puerto de Ceuta, el punto de entrada hacia España.
El trayecto en barco fue largo y agotador. Mi madre no me dejó ni un segundo, sujetando mi mano, acariciándome la cara, hablándome en voz baja, como si sus palabras pudieran transmitirme algo de energía. Mi hermana, sentada junto a nosotros, apenas decía nada, pero su presencia era un consuelo en medio del caos.
Cuando llegamos al puerto de Ceuta, la situación que nos esperaba fue más difícil de lo que imaginábamos. Tras desembarcar, nos dirigimos hacia el control de aduanas con la esperanza de que todo saldría bien. Pero, en cuanto los guardias de la frontera nos vieron, se dieron cuenta rápidamente de mi estado. Mi madre trató de explicarles la urgencia, pidiendo que nos permitieran cruzar a la ciudad para buscar atención médica inmediata. Sin embargo, los guardias no parecían conmovidos por la gravedad de mi situación.
Nos pidieron toda la documentación necesaria, y mi madre, desesperada, intentó mostrarles todos los informes médicos que teníamos, aunque ya sabíamos que no serían suficientes. Mi condición empeoraba con cada minuto que pasaba. Los guardias nos detuvieron, preguntaron más detalles, y aunque mi madre suplicaba, no había forma de convencerlos. Me miraban con escepticismo, sin mostrar ninguna clase de compasión.
Finalmente, uno de los oficiales nos dijo que no podíamos pasar. Nos explicaron que, debido a mi estado, no podían dejarnos cruzar, ya que no teníamos la autorización adecuada para ingresar al sistema sanitario español. Las palabras resonaron en mi mente como un golpe frío: “No pueden pasar sin los documentos completos. No pueden cruzar la frontera en ese estado”. Mi madre, al escuchar esto, comenzó a temblar de frustración, pero lo que más la quebró fue la impotencia. Sentía que todo se le escapaba de las manos, que ya no había ningún lugar a donde ir.
Verla tan deshecha, tan quebrada, me hizo sentir aún más vulnerable. No entendía por qué todo parecía ir de mal en peor. Estábamos tan cerca de la solución, de la esperanza, pero ahora esa puerta se nos cerraba en la cara.
Mi tío, quien hasta ese momento había permanecido calmado, no pudo soportarlo más. Intentó hablar con los guardias, explicarles una y otra vez lo urgente de la situación, pero fue en vano. No había lugar para excepciones, y, aunque veía el sufrimiento en los ojos de mi madre, nada podría hacer que los oficiales cambiaran de parecer.
Las horas pasaban lentamente, mientras mi madre luchaba por mantener la calma. Mi estado empeoraba, y mi cuerpo parecía desvanecerse ante sus ojos. El calor del día se volvía insoportable, y cada segundo sin atención médica se hacía más largo. Era como estar atrapados en una pesadilla, con la desesperanza apoderándose de cada rincón de nuestra existencia.
Al final, después de interminables discusiones y el constante rechazo de los guardias, mi madre, con la voz quebrada, comprendió que no podíamos quedarnos allí. No podíamos seguir luchando contra una frontera que no nos permitía avanzar. Nos obligaron a regresar a Marruecos, sin darnos ninguna opción de seguir hacia España. Fue un golpe devastador.
Sin embargo, cuando estábamos a punto de volver a la estación de autobuses para regresar a Marruecos, uno de los oficiales se acercó a nosotros. Parecía que la situación finalmente había llegado a su límite, pero en un giro inesperado, el guardia nos indicó que nos dirigieramos a una clínica local, en Ceuta, en lugar de regresar inmediatamente. Mi madre, al principio confundida, le preguntó por qué. El oficial explicó que, dado mi estado crítico, no podían dejarnos pasar, pero que al menos podríamos recibir atención médica urgente en la ciudad, para luego regresar a Marruecos una vez que se resolviera el problema. Al principio, mi madre se mostró reticente, no quería que nos quedáramos allí, pero su instinto de madre la hizo aceptar la sugerencia.
Nos dirigimos hacia la clínica con la última pizca de esperanza, aunque sabíamos que lo que estábamos viviendo era una batalla sin fin. El hospital era pequeño, sin grandes lujos, pero al menos ofrecía la atención básica que necesitaba mi cuerpo debilitado. Los médicos de allí no perdieron tiempo, me hicieron exámenes de inmediato, tomaron muestras y comenzaron a hacer sus propias investigaciones. Para mi madre, ver que por fin me atendían fue un respiro, pero también una nueva etapa llena de incertidumbre.
Después de algunos días de estudios, los médicos comenzaron a hablar sobre la posibilidad de que mi condición fuera meningitis. Esa idea comenzó a tomar fuerza, aunque sin una confirmación total. Lo que sí sabían era que mi sistema inmune estaba completamente desbordado, y mi estado se deterioraba rápidamente. Fue entonces cuando decidieron iniciar un tratamiento con corticoides, como medida preventiva, para intentar controlar la inflamación en mi cerebro, pues la meningitis podía ser la causa de mi sufrimiento.
Los días se convirtieron en semanas, y la situación no mejoraba. El tratamiento con corticoides parecía ser lo único que podía ralentizar el avance de la enfermedad, aunque los médicos no estaban del todo seguros de si era la respuesta correcta. Pasé casi seis meses en ese hospital, un período largo de mi vida que se desvaneció entre la niebla de medicamentos y visitas de médicos, todos ellos con distintas opiniones sobre mi diagnóstico. Mientras tanto, mi madre estaba conmigo todo el tiempo, soportando la incertidumbre, la frustración y la impotencia.
Se convirtió en un ciclo interminable. La esperanza de una cura se mezclaba con la desesperación de no saber si lo que me estaban dando sería suficiente. Pero mi madre nunca perdió la fe. Estaba allí, al pie de mi cama, día tras día, luchando con cada médico, con cada diagnóstico, sin importar cuán vacías o erróneas pudieran parecer las respuestas.
A veces, las noches parecían interminables, y la fiebre seguía subiendo. Yo me desvanecía lentamente, pero nunca dejaba de sentir su presencia, su mano en mi frente, sus palabras de aliento, que ahora sonaban más a un susurro, pero con la misma fuerza de siempre. Y aunque no teníamos respuestas claras, ella seguía luchando, por mí, por nuestra familia, por la esperanza que nunca terminó de apagarse en su corazón.
Después de seis largos meses, los médicos finalmente llegaron a una conclusión. Aunque no había confirmación total de que fuera meningitis, el tratamiento con corticoides había ayudado a frenar la inflamación y me había dado una pequeña oportunidad para mejorar. No era una cura definitiva, pero era lo más cercano a una solución que teníamos.
Ese fue un pequeño respiro, una chispa de esperanza, pero sabía que la lucha aún no había terminado. Y mi madre, a pesar del dolor y la incertidumbre, seguía estando a mi lado, como siempre lo estuvo: inquebrantable, decidida y llena de amor.
ESTÁS LEYENDO
A un Paso de la Muerte, Más Viva que Nunca: La Historia de Mi Resiliencia"
RandomUna historia que parece irreal,pero forma parte de mi vida...