Mi madre no podía creer lo que veía. A pesar de todo lo que había hecho para mantenerme con vida, los corticoides no estaban funcionando. Mi cuerpo seguía debilitándose, y la fiebre persistía sin cesar. Cada día que pasaba, me desvanecía un poco más. Mis fuerzas se agotaban, mi respiración se volvía más difícil, y mis ojos, antes llenos de vida, ahora parecían vacíos, casi ajenos a la realidad. La fiebre no cedía, y yo apenas podía sostenerme en pie. Mi madre pasaba horas a mi lado, viendo cómo mi cuerpo perdía la batalla, y no podía hacer nada para detenerlo.
Era difícil mirar hacia adelante, ver que los días se deslizaban sin un cambio y que mi condición parecía empeorar. Las noches eran aún más aterradoras. La fiebre subía en picos elevados, mi piel se volvía caliente al tacto y mi respiración, irregular. Mi madre nunca se apartaba de mí. Se mantenía a mi lado, dándome agua, limpiando mi sudor, observando cada uno de mis movimientos con una atención casi frenética, como si cada pequeño resquicio de cambio fuera un signo de esperanza.
A veces, la encontraba sentada junto a mi cama, con las manos sobre su rostro, llorando en silencio. No entendía cómo podía suceder esto. Había llegado hasta Ceuta, había luchado contra todos los obstáculos, había esperado que este tratamiento, aunque incierto, diera algún resultado. Pero me veía consumida, al borde de la muerte, y no podía evitar sentirse derrotada. Todo parecía haber ido mal: los médicos no sabían con certeza qué tenía, los corticoides no daban resultados, y el tiempo se nos escapaba.
“¿Qué más puedo hacer, hija?”, susurraba entre sollozos, sin esperar respuesta, porque sabía que no la había. Estaba agotada, física y emocionalmente. Mi madre nunca había mostrado una debilidad como esa, y verla tan deshecha me destrozaba por dentro. Los médicos ya no sabían qué hacer. Los corticoides no estaban deteniendo el deterioro de mi salud, y la sospecha de que mi cuerpo estaba en shock, resistiéndose a cualquier intento de salvarlo, se hacía cada vez más fuerte. Mi madre se sentaba con ellos, rogándoles por algo más, una alternativa, un diagnóstico definitivo, pero las respuestas nunca llegaban.
Fue en uno de esos días sombríos, cuando mi madre se encontraba desbordada por la desesperación, que una de las enfermeras se acercó a ella. Su rostro estaba marcado por una preocupación genuina, y sus palabras fueron como un rayo de luz en medio de la oscuridad.
— "Mire, señora, quizás hay algo que pueda hacer. Si su hija tiene la nacionalidad española, podría conseguir una orden judicial para trasladarla a España, a un hospital donde puedan atenderla de forma adecuada. No podemos hacer mucho más aquí, pero si su hija está en riesgo de morir, tal vez pueda conseguir el permiso para el traslado."
Mi madre la miró fijamente, como si esas palabras fueran una señal de esperanza, una que no había considerado antes. Por un momento, dudó. El miedo a lo desconocido, el temor de que pudiera ser otro obstáculo más, la llenaba de incertidumbre. Pero sabía que no podía seguir mirando cómo yo me desvanecía ante sus ojos sin hacer nada. La idea de llevarme a España, de encontrar un lugar donde quizás hubiera una posibilidad de salvarme, se convirtió en su último rayo de esperanza.
— "¿Cómo? ¿A dónde debo ir?" preguntó mi madre, con la voz quebrada, pero llena de determinación.
La enfermera le explicó que debía dirigirse al juzgado de Ceuta para pedir una orden judicial que permitiera mi traslado. Sería un proceso largo, pero si podía demostrar que mi vida estaba en peligro y que tenía la nacionalidad española, existía la posibilidad de que consiguiera la autorización para que me trasladaran a un hospital en España.
Mi madre, aunque agotada, no perdió tiempo. Con una mirada que oscilaba entre el miedo y la esperanza, salió del hospital a toda prisa. No podía permitirse dudar, no podía permitirse pensar que tal vez esto no funcionaría. Estaba dispuesta a hacer todo lo que fuera necesario, incluso si eso significaba enfrentarse a los trámites legales, a la burocracia, a la posibilidad de que también fracasara. Cualquier esfuerzo era válido si eso significaba que habría una oportunidad para salvarme.
Los días que siguieron fueron una pesadilla de papeleo. Se dirigió al juzgado, donde tuvo que presentar montones de documentos, justificando mi estado y la urgencia del caso. Mi madre estuvo allí durante horas, explicando una y otra vez la situación, rogando por una respuesta. El proceso parecía interminable, y las dudas la acosaban. ¿Y si no lo conseguía? ¿Y si ya era demasiado tarde? Las horas se deslizaban lentamente, y la frustración se acumulaba en su pecho. Pero la promesa de una oportunidad, aunque remota, era lo único que la mantenía en pie. Cada palabra, cada firma, la acercaba a la posibilidad de que mi vida fuera salvada.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, los papeles fueron aprobados. Fue como un suspiro de alivio, aunque seguíamos sin tener garantías de que todo saldría bien. La orden judicial fue emitida, y con ella, la luz al final del túnel comenzó a brillar tenuemente. Mi madre, agotada pero esperanzada, me miró con lágrimas en los ojos, como si en ese momento, por fin, hubiese encontrado una salida. El traslado a España no era una certeza de curación, pero era lo único que nos quedaba. Ya no había más opciones que seguir adelante.
Pero, aunque ya teníamos la orden para el traslado, la situación aún no estaba resuelta. El hospital de Ceuta no podía hacer mucho más por mí, y a pesar de la orden judicial, aún quedaba un obstáculo importante: conseguir los recursos y la logística necesarios para el viaje. Los médicos nos aseguraron que me harían todo lo posible para estabilizarme lo suficiente como para soportar el traslado, pero sabían que no era seguro. Yo seguía debilitándome y la situación seguía siendo crítica. Había que organizar todo, coordinar con el hospital de destino en España y obtener la ambulancia que me llevaría. Mi madre estaba agotada, pero no podía rendirse. Se enfrentaba a la burocracia, las llamadas interminables y la espera angustiante.
Cada día que pasaba, mi salud empeoraba y la ansiedad de no saber cuándo podríamos finalmente partir la consumía aún más. Mi madre pasaba horas organizando los detalles del traslado, pero también estaba cada vez más consciente de lo peligroso que era arriesgarse a esperar más tiempo. Cada minuto sin tratamiento especializado era una oportunidad más para que mi cuerpo cediera por completo.
El tiempo parecía detenerse. Y con cada día que pasaba, mi madre sentía cómo sus fuerzas se iban agotando, como si, con cada lágrima derramada, el sueño de salvarme se desvaneciera un poco más. El traslado, aunque aprobado, parecía cada vez más lejano. Pero, a pesar de todo, ella no perdía la esperanza. Cada vez que me miraba, veía en mis ojos, aunque apagados, un vestigio de vida, y eso era suficiente para seguir luchando. Aunque el camino hacia Sevilla aún estaba lleno de incertidumbres, la posibilidad de que llegara a España seguía siendo nuestra única oportunidad.
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A un Paso de la Muerte, Más Viva que Nunca: La Historia de Mi Resiliencia"
RandomUna historia que parece irreal,pero forma parte de mi vida...