Capítulo 2: "La fortaleza de las sombras"

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Cuando eres niña, el mundo es tan grande que los detalles más oscuros se pierden entre las cosas que brillan. Para mí, lo que brillaba era mi madre. Su sonrisa era como un faro, incluso cuando sus ojos a veces no reflejaban la misma alegría. No podía comprenderlo entonces, pero vivíamos en un hogar lleno de contrastes: amor incondicional de parte de ella y una fría indiferencia de parte de mi padre.

Mi madre era todo para mí. Ella se encargaba de la casa, del huerto, de mi cuidado, y, además, trabajaba sin descanso para que no nos faltara lo esencial. Se levantaba antes de que el sol apareciera en el horizonte, moviéndose por la casa con un ritmo constante y decidido. Preparaba mi desayuno, revisaba mis tareas escolares, y me peinaba con delicadeza mientras cantaba alguna canción que nunca terminaba porque el tiempo siempre la apuraba. Luego, tomábamos el camino de tierra que nos conectaba con el pueblo. Íbamos a pie la mayor parte del tiempo, porque el coche, que apenas funcionaba, estaba reservado para emergencias.

Mientras ella me llevaba de la mano a la escuela, sus palabras siempre eran alentadoras, llenas de amor y promesas de un futuro mejor. Me hablaba de cómo quería que yo estudiara, que tuviera oportunidades que ella nunca había tenido. Era como si todos sus sueños rotos hubieran encontrado un nuevo propósito en mí. Pero detrás de esas palabras había un cansancio que no entendía del todo, un peso invisible que llevaba sobre los hombros y que la hacía caminar más despacio cuando pensaba que yo no estaba mirando.

Mi padre era un hombre que parecía pertenecer a otra vida, a un mundo aparte al que yo no tenía acceso. Su tiempo no transcurría con nosotras, sino en los bares del pueblo, frente a las máquinas que tragaban monedas y devolvían ilusiones rotas. Lo recuerdo sentado en el porche algunas tardes, con la mirada perdida, como si el aire del campo pudiera limpiar los fantasmas que lo atormentaban. Pero esos momentos eran raros. La mayor parte del tiempo, se ausentaba, dejándonos solas en una casa que, sin él, era más tranquila, aunque también más vacía.

Cuando regresaba, siempre era tarde. El sonido de la puerta abriéndose y de sus pasos pesados anunciaba su llegada. Algunas noches, volvía de buen humor, hablando alto y riéndose de algo que sólo él entendía. Pero otras veces, su mal humor llenaba la casa como una tormenta. No hacía falta que gritara para saber que algo estaba mal; el tono de su voz y su manera de moverse bastaban para que mi madre tratara de calmarlo. Ella intentaba no contradecirlo, no encender su enojo, pero a veces era inevitable. Las discusiones empezaban con sus reproches hacia ella, palabras llenas de dureza que me dolían aunque no las entendiera del todo.

"Todo lo haces mal", decía a menudo, como si el esfuerzo incansable de mi madre no tuviera valor.

Mi madre intentaba responder con calma, pero sus palabras eran como gotas de agua contra una pared que nunca cedía. Él siempre encontraba algo que criticar, algo que la hiciera sentirse pequeña. Y sin embargo, ella no se quejaba. Lo justificaba ante mí, me decía que era el estrés, que estaba cansado, que las cosas mejorarían. Pero sus ojos contaban otra historia, una de dolor y resignación.

Las noches más difíciles eran aquellas en las que mi padre no volvía. Mi madre se quedaba despierta, sentada en el porche o en el pequeño sofá del salón, mirando hacia la carretera como si esperara ver las luces de su coche aparecer en la distancia. Cuando al fin lo hacía, muchas veces era de madrugada. Lo dejaba entrar, cuidando de no despertarme, aunque a menudo ya estaba despierta, escuchando los murmullos de sus palabras en la otra habitación.

A pesar de todo, mi madre no dejaba que la tristeza la venciera. Sus días eran para mí. Me enseñaba a leer con paciencia infinita, me contaba historias mientras trabajaba en el huerto, y siempre encontraba tiempo para prepararme pequeñas sorpresas, como una flor arrancada del jardín o un dibujo hecho a mano en el que ponía todo su amor. Yo creía que era la persona más fuerte del mundo, capaz de todo, pero ahora sé que esa fuerza provenía de su desesperación por darme una vida mejor.

A un Paso de la Muerte, Más Viva que Nunca: La Historia de Mi Resiliencia"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora