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La noche estaba en completo silencio, excepto por el leve susurro del viento que entraba por la ventana entreabierta de mi habitación. Yo dormía profundamente, abrazando una almohada, cuando un ruido insistente empezó a interrumpir mi descanso. Fruncí el ceño, girándome sobre la cama, pensando que era parte de un sueño pero el sonido continuó y eso me hizo enfurecer.
Abrí los ojos, aún medio dormida y me senté en la cama pero otra piedra golpeó mi ventana, asustandome.
—¿Qué demonios? —Murmuré, levantándome aún con el ceño fruncido, arrastrando los pies hasta la ventana.
Al asomarme, lo vi ahí. Vi a Kuroo, con esa sonrisa irritante en el rostro, apoyado contra una motocicleta negra que parecía más grande que él. Y la luz de la farola cercana apenas iluminaba su figura, pero era suficiente para que lo reconociera.
Abrí la ventana, frotándome un ojo con el puño.
—¿De dónde sacaste esa motocicleta? —Pregunté con voz ronca por el sueño.
—Es de un amigo. —Respondió con un tono despreocupado, encogiéndose de hombros. Luego sonrió más ampliamente. —Pero en fin, vine por ti, fosforito. Quiero enseñarte algo.
Lo miré incrédula, apoyándome en el marco de la ventana.
—Es muy tarde para juegos, Kuroo. Vuelve a tu cama.
Me giré, dispuesta a ignorarlo y volver a mi cama, pero entonces escuché su risa. Era baja, grave y de algún modo logró captar mi atención otra vez.
—¿De qué te ríes, chico de ciudad? —Pregunté, mirando por encima de mi hombro.
—Vine por ti, fosforito. ¿En serio me vas a dejar así? —Dijo, cruzándose de brazos con una expresión que mezclaba desafío y diversión.
Sentí cómo mis mejillas se calentaban al escucharlo y rodé los ojos, negando con la cabeza.
—Quiero enseñarte algo —Añadió, su voz era suave pero insistente.
