Ha pasado un mes de tu huida.
Y nadie parecía darse cuenta.
Oh Lucy, estabas deshecha.
Robando para vivir.
Riendo para fingir.
Aunque algo tenías muy claro: esto acabaría.
Tomaste tus cachivaches.
Y los vendiste por monedas.
Fuiste a unos de tus tantos escondites.
Y pensaste en el consejo que uno de tus raros amigos callejeros te había dado: Comprar la alegría.
Aún tú no comprendías.
Oh Lucy, toda una niña aún eras.
Una jeringa te dieron.
Con contendido adentro.
Observaste jubilosa.
Sin siquiera imaginarlo.
El principio del fin había llegado.
Te enseñaron cómo hacerlo.
Ya que tus torpes dedos no podían.
Y tu quejabas con prisas.
Te sujetaron el brazo izquierdo.
Colocaron el tubo en una de tus tantas venas saltantes.
Tú lentamente te arrepentías.
Y sucedió.
El líquido corría por tus venas.
Tú mantuviste el aire en tus pulmones.
Los de tu arlededor sonreían; expectantes.
Mientras tú temías.
Sentías una puntada en el pecho y dolía con levedad; aunque te agradaba a la par.
Oh, Lucy, estabas conectándote contigo misma.
La canción que sonaba parecía bajar como notas musicales frente a tus ojos.
Los colores que impregnaban tus ojos se convertían en destellos brillantes.
Las risas eran melodías.
Los ojos eran estrellas.
Todo te divertía.
Todo te gustaba.
La tristeza se iba.
La alegría venía.
Y tú te reías.
Colores.
Estrellas.
Notas musicales.
Brillo.
Alegría.
Melancolía.
Risa.
Y sin duda alguna, felicidad.
Oh Lucy, te gustó.
El efecto terminó.
Y tu ya querías más.
Siempre más. . .