El cielo era testigo de tu huida.
Entristeciéndose junto a la luna.
Las nubes chocaban afligidas; soltando húmedas lágrimas que topaban con brutalidad en tu pálido rostro.
A cambio, un gruñido escapó de tus labios.
En tus pupilas la frustabilidad estaba pintada.
Corriste hasta el apartado y sombrío puente.
Buscando protegerte de la tormenta.
Oh Lucy, no vayas.
Sin embargo, continuaste.
Nuevamente haciendo oídos sordos a mis lamentos.
Te acomodaste junto a una dura piedra.
Expectante de que terminara esa tormenta.
Pensando en tu peculiar madriguera.
Y en todas tus angustias.
Otro sollozo, otra lágrima derramada.
Con prisas abriste tu mochila.
Sacando tu adorada navaja.
El dolor te saciaba.
El dolor te hacía olvidar.
El dolor te drogaba.
Convirtiéndote nuevamente en papel; accediste a disfrutar de lo único bueno que sabías hacer.
Una pasada, una sonrisa.
Dos pasadas, ya no lágrimas.
Tres, cuatro, cinco y seis pasadas y gemiste complacida.
Amabas el dolor.
Amabas hacerte daño.
Te hacía feliz.